Ajuste y recuperación del crecimiento: ¿Qué podemos aprender de Brasil?

2017José María Fanelli
23/06/2017    Por: José Fanelli (UDESA)
 
En los últimos tres años el PBI per cápita de la Argentina cayó un 5.1% y el de Brasil un 9.1% y, a pesar de que esa caída fue acompañada por una disminución importante de las importaciones, los dos países registraron déficits de cuenta corriente el año pasado. Ello se debe a que las exportaciones han seguido una trayectoria decepcionante. En el período de tres años mencionado, las exportaciones se contrayeron un 24% tanto en Brasil como en la Argentina. Se trata de un shock en el sector externo de magnitud. Estas similitudes no sorprenden una vez que se constata que los países enfrentan problemas bastante parecidos en aspectos fundamentales de la economía, como la evolución de las cuentas fiscales, el ahorro, la inversión y la competitividad.
 
Discutir ciertos aspectos de las similitudes antes señalas puede ser particularmente pertinente para evaluar la coyuntura actual por dos razones. La primera es que nos ayudará a comprender con algo más de profundidad el contexto económico dentro del cual están ocurriendo las denuncias de corrupción que afectan la estabilidad de la presidencia de Temer. Una tarea muy pertinente porque la consolidación de la suave reactivación en marcha en nuestro país –la economía lleva dos trimestres de crecimiento leve– depende en cierta medida de cómo evolucionen nuestras exportaciones al socio más grande del MERCOSUR. La segunda razón es que estamos convencidos de que es posible iluminar algunos de los desafíos más profundos que enfrenta nuestra economía apelando a la comparación con Brasil.
 
Empecemos con lo fiscal. Ambos países tienen niveles de gasto público y de tributación que están muy por encima de lo que es compatible con su grado de desarrollo. Además, a pesar de la elevada tributación, muestran hace años déficit fiscales en relación al PBI que son difíciles de financiar sin presionar sobre los mercados financieros, con el efecto colateral de desplazar al sector privado del mercado de crédito. En el caso de Brasil esto último dio lugar a un cierto círculo vicioso pues el gobierno ha tratado durante años de proveer financiamiento compensatorio a través del BNDES y ello se prestó a la corrupción y el capitalismo de amigos y terminó siendo costoso para el fisco. Los criterios para prestar de la institución fueron muy cuestionados –compañías involucradas en el lava jato como el frigorífico JBS recibieron cuantiosos préstamos– y los intentos por poner orden han entrañado dificultades políticas enormes. Sin ir más lejos, en estos días renunció Maria Silvia Bastos, la presidenta del BNDES que venía siendo acusada de haber endurecido excesivamente las condiciones de otorgamiento de créditos y de haber agravado por esa vía la recesión.  
 
Cuando se observa por qué el gasto es tan alto rápidamente se perciben las dificultades que se le plantearían a cualquier estrategia de ajuste de shock. En primer lugar, en ambos países las desigualdades de ingreso y pobreza hacen difícil pensar en reducir los gastos de protección social de manera abrupta porque ello podría devenir rápidamente imposible desde el punto de vista político e inconveniente para la equidad. En segundo lugar, aún estando en la fase de la transición demográfica previa al envejecimiento, ambos países muestran niveles excesivos de gasto en jubilaciones en relación al PBI. La previsión se lleva cómodamente un 10% del ingreso nacional. En tercer lugar, los dos países tienen un enorme atraso en el gasto en infraestructura debido a lo reducido de la inversión pública en relación con el tamaño de la economía, de forma que es muy poco probable que se pueda sostener en el futuro un proceso de crecimiento sin mantener un nivel de gasto público en inversiones significativo. En cuarto lugar, son países federales, por lo que la cuestión fiscal está íntimamente ligada a la puja  distributiva entre Estados y ello dificulta las reformas. 
Ninguno de los dos países invierte lo suficiente. El coeficiente de inversión no llega siquiera al 20% del PBI. Y son países que tampoco ahorran mucho. La forma más simple de constatarlo es recordar que el resultado de cuenta corriente es igual a la diferencia entre el ahorro nacional y la inversión y ambos países muestran, como dijimos, un déficit de cuenta corriente a pesar de que la inversión es reducida. Es difícil pensar en una recuperación del crecimiento sostenido sin un boom de inversiones. Pero si ello ocurriera sin incrementos en el ahorro, el déficit de cuenta corriente se debería elevar sustancialmente y, bajo esas condiciones, la sostenibilidad del crecimiento estaría siempre amenazada por la posibilidad de una reversión en la entrada de capitales. Además, un crecimiento basado en un uso excesivo del financiamiento del resto del mundo se traduciría en el futuro en un incremento mezquino del ingreso nacional porque habría que pagar ingentes montos de dividendos e intereses al exterior. Como ambos países enfrentarán en un futuro no muy lejano un proceso de envejecimiento creciente, las perspectivas para las generaciones más pequeñas de mañana que deberán hacerse cargo de cohortes extensas de trabajadores retirados, no lucen demasiado prometedoras.
 
De lo anterior surge que si bien un escenario de recomposición de la inversión sería bienvenido, sus efectos sobre el bienestar se verían disminuidos si no vinieran acompañados de una recomposición fuerte de la tasa de ahorro. Y esto no va a ocurrir si el sector público no introduce reformas estructurales. No sólo porque el gasto público corriente es muy alto sino, también, porque la presión tributaria sobre quienes tienen capacidad de ahorrar es alta y no puede bajar si el gasto no baja porque los intentos de reducir impuestos chocarían rápidamente con déficit fiscales en ascenso y difícilmente financiables. Dado este marco, es natural que el gobierno brasilero haya estado poniendo gran empeño en empujar reformas para reducir el gasto y para reformar el sistema previsional. Como resultado, la Enmienda 95 a la Constitución de 1988 aprobada en diciembre congeló el gasto público en términos reales por veinte años –solo se habilita una revisión en diez años– y se está discutiendo la reforma previsional en el Congreso, aunque por razones políticas es difícil que la misma se apruebe o se lo haga sin modificaciones. En nuestro país, a su vez, se está impulsando una norma de responsabilidad fiscal que involucra a las Provincias y se ha empezado a elaborar una reforma tributaria, pero por ahora las condiciones políticas en un año electoral no ayudan.
 
El excesivo gasto público también afecta la competitividad.  Esto es así porque el sector público tiene un gasto con un fuerte sesgo hacia los bienes y servicios llamados no transables, que son los que no están expuestos a la competencia externa. Esto induce un sesgo anticompetitivo en la economía debido a que, si el sector público demanda trabajo y paga salarios que son altos –considerando el nivel de productividad de la economía–, los sectores que producen bienes y servicios transables expuestos a la competencia internacional ven reducida su rentabilidad. A las firmas locales les resultará muy arduo, bajo esas condiciones, tanto exportar como sustituir importaciones. Este hecho no sólo limita la capacidad de la economía para generar las divisas que necesita para  importar y afrontar los compromisos asociados con la deuda externa y la inversión extranjera sino que, además, limita la escala y diversificación de las actividades domésticas y, con ello, las oportunidades de aprender e incorporar tecnología. Una economía sin competitividad es una economía poco dinámica.
Para dos economías que están cursando un período de fuerte caída en sus exportaciones y precios internacionales de las commodities que exportan más bajos, el peor escenario es el de contar con un sector público excesivamente expandido que presiona estructuralmente sobre los costos internos y el nivel de tributación, deprimiendo la rentabilidad del sector transable. En tales circunstancias el crecimiento tiende a ser bajo porque no hay dólares suficientes para financiar las importaciones que se necesitan.
 
Un problema estructural es difícil que se arregle sólo con depreciación nominal. Pero sí hay que tener en cuenta que la situación deja muy poco margen para que el tipo de cambio real se coloque artificialmente por debajo de su nivel de equilibrio por razones financieras, como una entrada excesiva de capitales de corto plazo. Hay que tener en cuenta, adicionalmente, que cuando los salarios reales no están en línea con la productividad es difícil que se expanda la demanda de trabajo y la economía no estará en condiciones de crear empleo en consonancia con el incremento de la PEA, como es el caso tanto de Brasil como de la Argentina en estos años. Y sin creación de empleo es muy difícil reducir la pobreza, lo que genera a su vez un nuevo círculo vicioso ya que la pobreza demanda que el Estado mantenga alto el gasto en protección social.   
Llegados a este punto quizá es necesario subrayar que la macroeconomía de Brasil presenta, también, diferencias importantes en relación con la Argentina. Lejos está de nuestro objetivo forzar las similitudes de manera artificial. En línea con esto, contra el telón de fondo de las similitudes comentadas será útil destacar algunas diferencias. El ejercicio servirá además para evaluar las limitaciones y riesgos de la estrategia gradualista que está siguiendo nuestro gobierno.
 
La primera diferencia a destacar es que Brasil cuenta con un mercado de capitales mucho más desarrollado que el argentino. Esto le brinda mayores grados de libertad a la hora de decidir cómo financiar el déficit fiscal lo que hace que el efecto de crowding out –o desplazamiento del sector privado– tienda a ser menos intenso bajo esas condiciones.
Lo anterior no ha impedido, sin embargo, que las tasas de interés reales en Brasil continúen siendo significativamente altas. Según las proyecciones de Instituiçao Fiscal Independente, las mismas podrían ubicarse en el 6.6% en 2017 en promedio. Una de las razones que seguramente ha influido es que la deuda pública como porcentaje del PBI ha estado subiendo de manera sistemática en los últimos años, de la mano de un déficit total que este año se espera que esté en el orden del 8.8% del PBI. La deuda bruta pasará, según el instituto mencionado, de 56.3% en 2014 a 76.94% en 2017.  El peso de los intereses de la deuda pública explica en buena medida el desequilibrio total ya que el déficit fiscal primario es menor al argentino. La expectativa es que este último se ubique en 2.3% del PBI mientras el nuestro será de 4.2% de acuerdo a las proyecciones del gobierno. En función de estas cifras, una segunda diferencia a subrayar, en este caso a favor de la Argentina, es que la deuda pública es inferior en nuestro país. Según informó el ministro de hacienda, la deuda bruta es de 53% del PBI. Es cierto que la deuda neta es bastante inferior. Pero tampoco es para festejar. Sobre todo tomando en cuenta dos puntos: la dinámica de crecimiento es elevada  y el nuevo endeudamiento es básicamente en dólares, lo que aumenta el riesgo de que se eleve el peso de la deuda si se produce una corrección del tipo de cambio en términos reales.   
 
Una tercera diferencia es que Brasil registra una tasa de inflación mucho más baja que la argentina gracias a que cuenta con un régimen de metas de inflación bastante consolidado. Hoy por hoy la inflación es muy baja. Ronda el 4% anual. Gracias a esto, la dinámica de precios puede absorber variaciones del tipo de cambio nominal de manera mucho menos traumática que en el caso argentino. Según lo que indican los trabajos sobre el tema, en países con inflación baja el coeficiente de pass-through es más reducido. Por ejemplo, si bien las depreciaciones llevaron en algunos momentos a que el dólar llegue a los 4 reales, la inflación bajó desde el 10% hasta los niveles actuales, gracias a una política monetaria centrada en las metas de inflación. Aunque cabe acotar que este resultado se obtuvo en el marco de una recesión de dos años inusualmente severa que ayudó a quitarle dinámica a los precios. Parece, en este sentido, no haber free lunch: desinflacionar sin recesión no es sencillo aun si el Banco Central es creíble. Pero más allá de esto, una ventaja sobre nuestro país es que la economía brasileña podría absorber una corrección en el tipo de cambio real pagando un costo mucho menor al argentino en términos de aceleración de la inflación.
 
Una cuarta diferencia es que Brasil tiene más reservas que la Argentina. Estas son de unos 377.000 millones de dólares y superan el 20% del PBI en Brasil mientras que las de Argentina no llegan al 10%. Esto implica que Brasil está más blindado contra fenómenos de reversión en los movimientos de capital. Es interesante, no obstante, marcar una similitud: ambos países acumularon reservas mientras tenían déficit de cuenta corriente y recesión. Cuando un país sufre una persistente recesión y, aún así, muestra déficit de cuenta corriente, el margen que le queda para realizar un ajuste no traumático en la cuenta corriente para adaptarse a una reversión en la entrada de capitales es limitada. Por ello se puede conjeturar que si Brasil y Argentina no tuviesen reservas, les resultaría mucho más difícil acceder a financiamiento. Las reservas actúan a modo de "seguro" para inversores externos –sobre todo de más corto plazo– porque la poca capacidad de reducir los flujos de importación con más recesión le quita credibilidad al ajuste macroeconómico rápido como forma de adaptarse a una reversión en los flujos de capital. 
¿Qué sugieren las cuatro diferencias que marcamos? Lo que muestran es que Brasil ya logró alcanzar una serie de objetivos que la actual política económica argentina viene buscando con ahínco y aún no consiguió: inflación baja, reservas altas y régimen de metas de inflación consolidado. Si hoy se le preguntara a cualquier funcionario qué pasaría en la Argentina si se materializaran estos logros, la respuesta sería que, con alta probabilidad, la economía conseguiría por fin  ubicarse en la senda del crecimiento sostenido. Quizás también afirmaría que la Argentina estaría mejor que Brasil debido a que su sector público está menos endeudado que el brasilero.
Llegados a este punto, la pregunta del millón es entonces la siguiente: dada la estrategia gradualista, ¿puede la Argentina reducir la inflación, aumentar reservas y consolidar el régimen de metas de inflación y, a la vez, mantener bajo el coeficiente de endeudamiento público de forma de evitar los problemas de crecimiento de Brasil? Como gradualismo implica que el gasto y el déficit no van a caer rápido, la experiencia brasileña es altamente relevante: ese país consiguió los tres objetivos mencionados sin reducir el gasto y el déficit. Pero la debilidad central de ese logro es, justamente, que no luce sostenible si las reformas no se concretan. En particular: para que el objetivo de mantener el gasto público constante se cumpla una condición sine-qua-non es que se apruebe la  reforma previsional.
El problema de sostenibilidad que implica desinflacionar sin corregir el desbalance fiscal se puede ejemplificar de manera simple recurriendo a la fórmula que sirve para calcular la trayectoria en el tiempo de la deuda pública de un país. Esa ecuación se expresa con todos los conceptos como proporción del PBI y dice que el stock de deuda de hoy resulta del valor de la  deuda del año pasado multiplicada por la tasa de interés "efectiva" (la tasa de interés descontando el crecimiento económico) que se pagó por esa deuda pero restándole el superávit fiscal primario y el señoreaje (lo que el gobierno financia con emisión). De esto surge algo muy sencillo: para bajar la deuda pública de hoy o bien hay que generar superávit o bien hay que recurrir a la emisión o ambas cosas.
 
La deuda que se hereda del año anterior y los intereses a pagar son un dato que no puede modificarse. Por lo tanto, quedan tres elementos sobre los que la política económica puede decidir: cuánto se permite que suba la deuda de hoy, cuánto superávit o cuanta emisión.  Pero si hay un régimen de metas de inflación, el señoreaje no se puede usar más allá de lo que determinen esas metas. Quedan entonces dos elementos: el superávit fiscal y cuánta deuda se desea tener hoy. Si el superávit fiscal se define en función de satisfacer demandas políticas, entonces será el crecimiento del stock de deuda el que se adapte. Si se está dispuesto a dejar que la deuda suba, se puede tener metas de inflación sin ajustar el superávit fiscal. Se puede tener inflación baja sin ajuste fiscal. Esto es justamente lo que ocurrió en Brasil, que aparentemente logró de esa forma el milagro de comerse la torta y tenerla guardada en la heladera al mismo tiempo. Pero muchos años de este esquema de política llevaron a que la deuda llegara a valores peligrosos que la ubicaron en 70% del PBI, amenazando la sostenibilidad en un contexto de depresión del nivel de actividad. Hoy, si Brasil desea mantener las metas de inflación y la sostenibilidad de la deuda al mismo tiempo, no le queda otra opción que aumentar el superávit fiscal. O pelearse con las matemáticas.
La Argentina no está exenta del riesgo de transitar un camino similar. Puede optar por el gradualismo y, al mismo tiempo, aspirar a metas de inflación bajas. Pero sólo porque la deuda está subiendo, lo que es a su vez posible porque nuestro endeudamiento es todavía bajo. Pero hay que considerar que, incluso, la cota máxima de endeudamiento a partir de la cual nuestra deuda se haría poco sostenible podría ser bastante menor a la brasileña debido a que nuestros mercados de capital están más subdesarrollados y tienen, por ende, menor capacidad de absorción. Podría pensarse que esto no es un problema porque nuestro gobierno se endeuda en gran parte en el exterior y no domésticamente. Pero hay que recordar que el financiamiento externo tiene en buena medida como contrapartida emisión –cuando el gobierno gasta los dólares para, por ejemplo, pagar salarios– que es absorbida luego por el Central. Y la capacidad de colocar letras y pases del Central para absorber pesos tiene un límite.
 
Se podría argumentar, en contra de lo anterior, que la comparación con Brasil –además de ser odiosa como todas las comparaciones– omite un factor central que juega a favor de la Argentina. Nuestro país cuenta con un gobierno votado por la mayoría de la población y que tomó un compromiso explícito en contra de la corrupción y el clientelismo. Estos dos factores no están del todo presentes en Brasil. Es cierto, pero no hay que olvidar que ese mismo electorado ha mostrado en los hechos una gran preferencia por el gradualismo. Y en un contexto así,  las ventajas en la dimensión de la política no se revierten de manera automática en ventajas en el campo de la economía. Es cierto que ayudan muchísimo en la tarea de seducir inversores. Pero los inversores quieren hacer dinero y, a la hora de evaluar rentabilidad, miran el desbalance fiscal, la presión tributaria y los costos domésticos.
Al final del día, entonces, la pregunta del millón reformulada es si la sociedad argentina está dispuesta a encarar la reestructuración del gasto y los impuestos que se necesitan para que el proceso de mejora de la transparencia y la gestión en el sector público puedan ser acompañado por la recomposición de la inversión que es absolutamente necesaria para crecer y generar empleo. Es algo que difícilmente pueda hacerse sin buscar consensos muy amplios en el ámbito de la política.