Argentina: crecimiento con acumulación de distorsiones

2010

El nivel de actividad y los precios siguen evolucionando en línea con lo observado en meses recientes, lo que hace prever que el año 2010 cerrará con crecimiento e inflación altos. Cabe indicar, no obstante, que el nivel de actividad muestra una cierta desaceleración al tiempo que no ocurre lo mismo con la inflación. No sorprende, en este contexto, que la recaudación tributaria esté mostrando resultados muy positivos, con un ritmo de incremento que se ubica bien por encima de la inflación. Esta trayectoria recaudatoria hace que pueda descartarse la eventualidad de que el gobierno enfrente situaciones de iliquidez fiscal en el corto plazo, aún cuando el gasto público no detiene su marcha ascendente y se mantiene en niveles históricos récord. La situación externa también es favorable: las exportaciones han subido en circunstancias en que los precios de las commodities se mantienen y la economía Brasileña, por el momento, continúa presentando una combinación de tipo de cambio y nivel de actividad que resulta conveniente para sostener el ritmo de la actividad en nuestro país.

Este cuadro positivo en lo que hace a la evolución de la actividad real se relativiza cuando se consideran la calidad del proceso de crecimiento; las tensiones de orden político y los interrogantes que plantea la situación internacional. 

 La calidad del crecimiento y sus efectos 

Hay dos factores que sobresalen a la hora de evaluar la calidad del actual proceso de crecimiento. El primero es que se observan cuellos de botella importantes en el plano de la infraestructura. El hecho de que la tasa de crecimiento sea alta y la infraestructura deficiente se está traduciendo en situaciones de racionamiento (sobre todo en energía) y congestión (en transporte y tránsito urbanos). El racionamiento de energía se reflejó en desaceleración observable en ciertas ramas de la industria pero a esto hay que agregarle los fenómenos de congestión por la sobre-utilización de la infraestructura de caminos y transporte que se traduce en pérdidas de bienestar para el consumidor y tiempos muertos de espera para la producción y la distribución. Los costos de congestionamiento no se reflejan en los cálculos del valor agregado de manera directa pero no por ello dejan de pesar sobre la calidad del proceso.

El segundo hecho que no habla a favor de la calidad del crecimiento tiene que ver con el nivel y la volatilidad de los precios relativos. Por una pare, existen hoy distorsiones importantes de precios relativos pero, por otra, los precios relativos de mañana son muy difíciles de predecir. Esto último se debe a que existen políticas de precios muy distintas para los diferentes segmentos: las tarifas de servicios se ajustan según criterios políticos; el valor del dólar se “administra” antes que nada en función de sus efectos sobre la inflación; los salarios se corrigen en línea con el poder de negociación de cada sindicato y, por último, precios clave como el de alimentos se determinan, básicamente, según la oferta y la demanda. Es natural, por lo tanto, que precios relativos clave como el salario real, el tipo de cambio real o el valor real de la energía sean volátiles y que formar expectativas sobre su evolución futura sea un ejercicio, como mínimo, muy arriesgado.  

Esto afecta la calidad del crecimiento por sus consecuencias para la inversión. Una consecuencia típica del exceso de volatilidad es que se retrae la inversión porque aumenta el riesgo de comprometer capital ante la posibilidad de realizar mal los cálculos de rentabilidad. Una consecuencia adicional es que, quienes efectivamente invierten, es más fácil que cometan errores y asignen mal su capital a proyectos de inversión sin rentabilidad suficiente, lo que afecta la capacidad de crecer de la economía. La volatilidad de precios relativos probablemente sea una de las causas de que la tasa de inversión privada sea aún débil y que los aumentos más agresivos se observen en la inversión pública. El sector público tiene más espalda y puede asumir más riesgos al tiempo que no está tan presionado por obtener rentabilidad suficiente en los proyectos que lleva a cabo. 

De manera indirecta, la inflación también termina por incidir negativamente en la calidad del crecimiento. La necesidad de no acicatear una inflación ya alta torna difícil introducir las correcciones de precios relativos que serían necesarias para inducir una mayor inversión y una menor demanda de los servicios cuya oferta es limitada. Nótese, asimismo, que con tarifas fijas, una mayor inflación implica mayores subsidios y por ende mayor déficit fiscal, lo cual atenta contra la sostenibilidad de la inversión pública.  

La falta de iniciativas para reducir la tasa de inflación y coordinar las expectativas del sector privado respecto de la evolución futura de los precios relativos resulta funcional para el agravamiento de las fuertes distorsiones de precios relativos que hoy existen, sobre todo, en lo relativo a tarifas de energía y evolución del tipo de cambio real.  

La situación internacional: entre el ajuste fiscal procíclico y la guerra devaluatoria  

Más allá de estos problemas, que son propios de una situación de crecimiento con inflación y que pueden o no agravarse, lo cierto es que a la hora de evaluar los riesgos de la coyuntura es muy importante prestar atención a la evolución del escenario internacional. La situación global sigue presentando interrogantes de peso en los tres frentes abiertos de mayor relevancia: Estados Unidos, Europa y las paridades cambiarias entre China y el resto de los países desarrollados.  

En Estados Unidos aumenta la incertidumbre a medida que se acerca el acto eleccionario de medio término en noviembre. Un problema básico que se observa es que la discusión pre-electoral va mucho más allá de los temas de coyuntura, ya de por sí complejos, para abarcar cuestiones valorativas muy básicas. Esas cuestiones incluyen temas fundamentales como el nivel de gasto público y, por ende, de presión tributaria de largo plazo o la distribución de esa carga entre los diferentes sectores. Hace sólo dos años, parecía que la sociedad norteamericana se inclinaba por una agenda orientada a combatir la recesión con instrumentos más o menos keynesianos y en el marco de iniciativas de corte progresista en campos como el de la cobertura de salud. Hoy, por el contrario, se observa el crecimiento paralelo de una agenda más conservadora, preocupada en primer lugar por el nivel de presión tributaria que, en los hechos, implica un sesgo de mayor ajuste de gastos y abandono de la agenda más progresista.  

Por supuesto, es lógico que una sociedad dinámica como la norteamericana se embarque con cierta periodicidad en discusiones y replanteos sobre los objetivos de las políticas públicas. No sólo es el país del New Deal sino, también, aquél en el que en algo más de una década se produjo el viraje del “Great Society Program” de Lyndon Jonson a las políticas neo-conservadoras de Ronald Reagan. Hay dos hechos que resultan preocupantes, no obstante. El primero es la enorme diferencia de contenidos entre las dos agendas en discusión y, el segundo, que tal discusión se esté dando en el marco de una crisis financiera y macroeconómica irresuelta: una discusión sobre los objetivos y el rumbo de políticas públicas fundamentales sólo puede agregar confusión en un momento en que al sector privado ya le resulta difícil formar expectativas en un contexto en que las autoridades no dan señales claras de tener resuelto el dilema fundamental que enfrentan entre política anti-cíclica y sustentabilidad fiscal. Esto es, el dilema consistente en que, si se retiran los estímulos demasiado rápido, puede colapsar la recuperación y, si se los extiende durante mucho tiempo, aumenta el riesgo de sostenibilidad de la deuda pública. Una deuda pública exagerada obligaría a implementar un ajuste fiscal muy severo en el futuro o podría crear la tentación de permitir una aceleración inflacionaria que podría ser instrumental para licuar la deuda pública. 

En lo que hace a la situación europea, los dilemas no son menores. En particular, se siguen alternando las noticias buenas con las malas. Por un lado Alemania evoluciona mejor que el resto y el euro recupera posiciones, pero a España le rebajaron la nota de su deuda soberana al tiempo que la credibilidad de los estrés test de los bancos se pone en duda o el ajuste de Irlanda aparece en la mira mientras el FMI llama la atención sobre la compleja situación en España y Portugal. Asimismo, no se vislumbran ideas consistentes respecto de cómo enfrentar el dilema entre política anti-cíclica y ajuste fiscal en los países más comprometidos. Estos países necesitan expandir la demanda agregada pero no pueden hacerlo por el peso de la deuda pública. Una salida, por supuesto, es aumentar las exportaciones, pero esto es muy difícil de hacer sin depreciar la moneda. De aquí que la revalorización reciente del euro no sea una buena noticia y, de hecho, de lugar a que se produzca un hecho paradojal: cuanto más fuerte aparezca el euro, mayor es la probabilidad de que se rompa el esquema monetario debido a los efectos negativos sobre la competitividad exportadora de los países más débiles, que necesitan exportar para generar empleo. Así, el tipo de cambio que le encaja a Alemania, no le encaja a España. De aquí que un euro caro no hace sino aumentar la incertidumbre sobre su estabilidad en el largo plazo. 

Por supuesto, las tribulaciones de Estados Unidos y de Europa se verían muy matizadas si China –y también otros emergentes– estuviese dispuesta a depreciar más rápido su moneda. Si bien es posible que la moneda China efectivamente se revalorice, lo cierto es que importa mucho la velocidad y la cuantía de la corrección. En el caso particular de la Argentina, esta cuestión también importa por sus repercusiones sobre Brasil. Brasil soporta fuertes presiones alcistas sobre su moneda que afectan su competitividad y ensanchan el déficit en cuenta corriente. En un contexto electoral, el gobierno no ha tomado iniciativas de relevancia, pero esto podría cambiar en el futuro más o menos próximo y ello tendría efectos sobre el balance comercial y la competitividad de nuestro país.  

Hay que tomar nota de que Guido Mantega, ministro de hacienda brasileño, expresó claramente la idea de que ve al mundo inmerso en una guerra devaluatoria, donde Brasil podría utilizar más agresivamente su fondo soberano para defenderse en esa guerra. Lo que hará Brasil, no obstante, no está nada claro pues estas declaraciones coincidieron con el espectacular lanzamiento de acciones de Petrobrás, un estímulo muy fuerte para atraer capitales del exterior, lo que agravaría la revaluación monetaria. De hecho, estas acciones no hacen más que revelar la fuerza del dilema que enfrenta Brasil entre “rendirse” a la presión de la enfermedad holandesa que enfrenta por ser un país con amplios recursos naturales y “pelear” la batalla de la competitividad industrial con los países asiáticos que han hecho de la moneda depreciada un instrumento privilegiado de política industrial. De más está decirlo: la forma en que Brasil resuelva este dilema será determinante para la evolución de la Argentina.    

Todos estos interrogantes nos llevan a pensar que es importante prestar atención a lo que ocurra en la reunión del G-20 que se llevará a cabo en próximamente en Seúl. Es vital evaluar la capacidad de las economías líderes para avanzar en el diseño de estrategias en tres frentes: corrección de paridades cambiarias; tentación proteccionista y arbitraje regulatorio en el ámbito financiero.      

La política manda, la coordinación sufre 

En síntesis, el crecimiento es alto y sigue su curso pero existen factores potenciales de desestabilización que, si devinieran operativos, serían difíciles de manejar en un contexto de inflación alta y de enfrentamientos políticos exacerbados. Más allá de los problemas de sostenibilidad a mediano plazo, tomar en cuenta la calidad del crecimiento es relevante también a corto plazo en la medida que ello puede generar desequilibrios. 

En la medida que la economía sigue su curso sin variantes en lo que hace a inflación y políticas de precios, las brechas de desequilibrio se ensanchan al ahondarse las distorsiones de precios relativos. Con la discusión del presupuesto, el gobierno podría tener una oportunidad para dar mayores señales de coordinación respecto de la evolución futura de las variables clave y el control de la inflación. En relación con esto, es importante tener en cuenta que el presupuesto tiene que cumplir con dos requisitos: garantizar la gobernabilidad y ser un instrumento para la coordinación de las expectativas privadas sobre el rumbo futuro de la economía. El presupuesto enviado al Congreso no cumple con la segunda de las funciones y podría complicar la primera.  

El Congreso, justamente, podría ser un escenario propicio para corregir las estimaciones que no sean realistas y para lograr un mejor control y brindar más transparencia a las acciones del ejecutivo. Lamentablemente, las condiciones políticas no permiten ningún tipo de optimismo en este sentido: las tensiones no ceden. Resaltó en este sentido el acto en apoyo a la ley de medios, donde se utilizaron expresiones de descalificación de los miembros de la Corte Suprema. Más allá de que esas expresiones recibieron un repudio generalizado de la opinión pública, lo cierto es que no contribuyeron a mejorar el clima institucional, lo que es vital para el logro de un mejor clima de inversión. Lo mismo puede decirse del episodio del 82% móvil: el diálogo entre el gobierno y la oposición fue nulo y la ley terminó vetada. Esta falta de diálogo es una muy mala señal en la medida que se trata de una iniciativa que involucra el uso de recursos para más de una generación de argentinos.

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