La coyuntura ha estado dominada por dos hechos: las demostraciones populares del 8N y los cortes de energía que se produjeron un día antes, el “7N”, y que dejaron a cientos de miles de usuarios a oscuras. Si bien los eventos ocurridos el 7N y el 8N obedecieron a causas distintas, las autoridades lanzaron la hipótesis de que esos eventos probablemente no fueron independientes: expresaron la sospecha de que “alguien bajó la palanca”, dejando a parte de la ciudadanía sin luz, al sólo efecto de generar un clima propicio para las protestas del 8N. La tarea de echar luz sobre las causas de la oscuridad del 7N recayó sobre el juez Oyarbide. A pesar de que por obra del azar este juez tiene una gran carga de trabajo, es vital que la justicia llegué a conclusiones firmes de manera rápida. Para preservar la vida en democracia es necesario identificar y castigar a quienes estén dispuestos a recurrir al atentado como instrumento para lograr sus fines políticos.
Más allá de esto, en el plano estrictamente económico, el 7N dejó también la sospecha de que la situación del sistema eléctrico es bastante frágil: si con sólo “bajar una palanca” un día que hace calor es posible generar caos en Buenos Aires, es porque no “sobra nada” por el lado de la oferta y el sistema está siendo sobre-exigido. Si no hubo atentado, la conclusión sobre la fragilidad del sistema para satisfacer picos de demanda se refuerza. Cuando se observa el fenómeno desde esta perspectiva, surge que no sería sensato esperar el veredicto de la justicia para reflexionar sobre las implicancias que el 7N tiene para la economía. En este sentido, nuestra conjetura es que se puede aprender bastante sobre los desafíos económicos que plantea actualmente la macroeconomía si se parte, como las autoridades, de la hipótesis de que el 7N y el 8N no son independientes pero, a diferencia del gobierno, se hace el ejercicio de explorar vínculos diferentes a los que se encuentran ya bajo investigación.
Por supuesto, la protesta del 8N tiene causas y consecuencias que van mucho más allá de la macroeconomía y las debilidades de la oferta energética y sería inaceptablemente reduccionista considerar que los desequilibrios económicos fueron la causa básica de la protesta. Los manifestantes enfatizaron demandas como mejorar la transparencia en el manejo de la cosa pública, la inseguridad y el respeto a la división de poderes. Pero, dicho esto, es interesante reflexionar sobre por qué la inflación, la no corrección del mínimo no imponible en ganancias o las restricciones cambiarias estuvieron tan presentes en los reclamos y se presentaron junto con demandas institucionales más generales.
¿Qué cambió? ¿Por qué ahora?
Posiblemente, los manifestantes y el gobierno tienen interpretaciones prácticas bastante diferentes respecto de qué significa la división de poderes. Pero sería poco realista asumir que el gobierno necesitaba que cientos de miles de personas salieran a la calle para enterarse de que la inflación, el cepo cambiario y la creciente presión tributaria, por ser desagradables, le quitan popularidad. Por lo tanto, si las autoridades pagan el costo político de tener un INDEC no creíble, de no satisfacer prontamente las demandas de la CGT oficialista respecto del mínimo no imponible y de introducir restricciones a las importaciones y la compra de dólares, ello debe estar motivado en restricciones que no es posible o es muy difícil eliminar, al menos a corto plazo. Por otra parte, la suposición de que las medidas más impopulares se originan en restricciones “nuevas” se refuerza por el hecho de que muchas de las medidas son relativamente recientes y su intensidad ha ido en aumento. En efecto, si bien es cierto que la inflación es un problema de larga data, también lo es que durante la mayor parte del tiempo transcurrido desde 2003, este gobierno administró la política económica sin introducir restricciones cuantitativas en el mercado de cambios y sin recurrir a una mayor imposición a los salarios para financiarse, como es el caso de la no corrección del mínimo no imponible. La pregunta es, entonces, ¿qué cambió en la economía hasta el punto de dejar a las autoridades sin margen de maniobra para satisfacer al menos en parte los reclamos?
Nuestra respuesta se basa en dos hipótesis esenciales. La primera es que la madre de todas las batallas es lo ocurrido en el sector energético: el gobierno implementó un conjunto de políticas que lo llevaron a perder esa batalla y, de ahí en más, los problemas se multiplicaron y devinieron en macroeconómicos porque afectaron a la restricción externa y generaron déficit fiscal. La segunda hipótesis es que la inestabilidad de las reglas de juego, al impedir el acceso del gobierno a los mercados de crédito voluntario para financiar el déficit, amplificó los efectos negativos del desequilibrio fiscal sobre el nivel de actividad, la inflación y la competitividad. Veamos.
Problema (1): de-sustitución de importaciones energéticas
Las políticas energéticas exacerbaron la diferencia entre la oferta y la demanda. Por un lado, se incentivó la demanda de energía a través de los subsidios al transporte y el consumo domiciliario en un contexto en que esa demanda ya estaba aumentando gracias al crecimiento sostenido de la economía, con posterioridad a 2002. Para tener una idea de la intensidad con que se subsidió la demanda basta indicar que los subsidios económicos pasaron de 0.6% del PBI en 2005 a 3.5% en 2011. Por otro lado, no hubo políticas consistentes para ampliar la oferta y hubo en cambio una fuerte pérdida de reservas energéticas en relación al consumo, como lo expuso el propio gobierno al justificar la privatización de YPF. Una debilidad fundamental en el campo energético fue la de no haber elaborado un nuevo régimen regulatorio que generara credibilidad e inversiones, luego de que el régimen heredado de los noventa fuera sensiblemente dañado por la crisis de la convertibilidad.
Para llenar el hueco entre la demanda creciente y la oferta menguante, se recurrió a las importaciones y, como resultado, en el sector energético tuvo lugar lo que probablemente ha sido el proceso más impresionante de de-sustitución de importaciones de la historia económica argentina: se pasó de un superávit en la balanza energética de alrededor de 5.000 millones de dólares en la primera mitad de los dos mil a un déficit de igual magnitud, en promedio, en 2011-12. Desapareció, así, un flujo de 10.000 millones de dólares anuales y, en consecuencia, también desapareció el superávit de cuenta corriente que la Argentina había venido mostrando durante casi una década. En 2011 la cuenta corriente cerró en cerca de cero, a pesar de las restricciones a las importaciones y el panorama no cambiará mucho en 2012.
De la mano de la de-sustitución de importaciones volvió la restricción externa: si el año que viene la economía creciera rápido o aumentara la demanda de gas oil debido a un campo pujante, subirían las importaciones de energía y de otros productos y, a poco de andar, comenzarían las presiones sobre la cuenta corriente.
También se podría intentar sustituir importaciones de productos industriales como forma de compensar la de-sustitución energética de 10.000 millones. Para tener una idea de la magnitud de la tarea para la industria nacional: se trata de una suma similar a todas las exportaciones del sector automotriz. El gobierno ha estado tratando de hacer esto colocando trabas a las importaciones de forma de crear incentivos para que se expanda la oferta industrial local. Por ahora las restricciones han tenido bastante éxito en reducir las importaciones, pero muy poco en sustituirlas por producción doméstica: la industria nacional muestra en el período una fuerte tendencia a la desaceleración. Tal como se lo ve, el proceso no luce sostenible: hemos “ahorrado” dólares en bienes de capital importados (las compras se redujeron cerca de 20%), pero al costo de una fuerte caída de la inversión. Corremos el riesgo de contar con efectivo para comprar energía, pero incurriendo en el riesgo de no poder reponer las máquinas que usarán esa energía. El 7N podría, así, interpretarse como un síntoma y un ejemplo de los riesgos en que estamos incurriendo.
La significación de los subsidios energéticos para el desequilibrio fiscal no son menores que para el externo. De la mano del incremento en los subsidios, desapareció el superávit fiscal y apareció un déficit que se ha estado ubicando entre el 1% y 2% del PBI. Si se piensa que los subsidios económicos están entre 3% y 4% del PBI, está claro que los resultados de la política energética tienen un gran peso en la explicación del déficit fiscal. Otra forma de evaluar la significación fiscal del problema energético es considerar que políticas muy positivas como la AUH sólo insumen alrededor de medio punto del PBI, lo que implica que se invierte entre siete y ocho veces más en subsidios económicos que tienen beneficios distributivos difusos que en la AUH, cuyos beneficios se focalizan en los más jóvenes y los menos favorecidos.
Problema (2): inestabilidad de las reglas de juego y racionamiento de crédito
Una de las políticas que el gobierno ha seguido de manera más sistemática es la de desendeudamiento. El año pasado, sin ir más lejos, las autoridades no dudaron en instituir el cepo cambiario como parte de las medidas orientadas a garantizar el pago de los servicios de la deuda externa por varios miles de millones de dólares. La estrategia dio sus frutos: hoy la deuda neta del Estado está bien por debajo del 20% del PBI, la deuda con el sector privado es el 13% y en moneda extranjera no llega al 9%. En una situación en que no es raro observar coeficientes de endeudamiento mayores al 70% del PBI en el mundo desarrollado, haber reducido la deuda a los niveles actuales es, sin dudas, un gran logro.
Podría pensarse, entonces, que el gobierno no debería tener problemas ni para financiar en el mercado un déficit de 2% del PBI, ni para “comprar” el tiempo que necesita para corregir los desajustes energéticos alentando la inversión en ese sector. Sin embargo, la situación dista de ser ésa. La Argentina tiene un riesgo país que se ubica en el tope mundial y debido a ello resulta muy difícil conseguir financiación voluntaria para cubrir el déficit fiscal o para fondear a YPF.
Sería muy difícil explicar este hecho sin hacer referencia a la inestabilidad de las reglas de juego: el problema de la Argentina no es su capacidad de pago sino la falta de credibilidad de sus promesas de pago a futuro. Para muestra basta un botón: es fácil comprobar cómo se incrementó la prima de riesgo luego de que el Chaco decidiera pesificar su deuda, en un contexto en que la prima tendía a caer debido a la evolución del riesgo en Europa.
Una lección que deja el 2012 es, en suma, que los esfuerzos realizados para importar menos a los efectos de contar con dólares para honrar los compromisos externos no pudieron capitalizarse bajo la forma de más inversión y más financiamiento por las debilidades en el clima de inversión.
Independientemente de las causas, lo cierto es que el racionamiento de crédito obliga al gobierno a recurrir a la única fuente de financiamiento importante con que cuenta: la emisión monetaria. Por ello no es raro que las necesidades de financiamiento lleven a que la emisión monetaria se sitúe por encima del 30% anual. De esta manera, la emisión termina convalidando un equilibrio inflacionario que se sitúa bien por encima del 20% anual.
Los dilemas de política
Una vez llegados a este punto, es fácil seguir la cadena de efectos de amplificación de los desequilibrios macroeconómicos que nace de la conjunción de desbalance energético, déficit fiscal y el racionamiento de crédito. Entre esos desequilibrios hay tres particularmente relevantes por sus efectos para la evolución de la economía en lo que resta de 2012 y en 2013. Cada uno de estos desequilibrios, a su vez, tiene asociado un dilema de política complejo.
El primer desequilibrio es que, dada la corrección administrada en el valor del dólar, la inflación deteriora la competitividad externa. Si las autoridades trataran de corregir este desequilibrio, deberían depreciar el peso al ritmo de la inflación y ello aceleraría la inflación. Esto se vería agravado si se corrigieran, también, los subsidios a la energía. Hasta ahora no se ha hecho y, por lo tanto, la competitividad sufre. El debilitamiento de la competitividad juega en contra no sólo de las exportaciones y el turismo extranjero sino, también, de la sustitución de importaciones y la creación de empleo. En este contexto de costos internos en dólares crecientes, la estrategia para inducir la sustitución de importaciones ha sido poner barreras crecientes a las compras externas. Esto da lugar a un dilema de hierro: o bien acelerar la depreciación del peso aceptando más inflación para evitar la suba de costos en dólares y una creciente intensificación de los controles, o bien seguir utilizando el tipo de cambio como herramienta anti-inflacionaria al costo de ser cada vez menos competitivo. En este segundo caso se resiente la creación de empleo. A pesar de que la tasa de depreciación se aceleró recientemente aún no es suficiente para preservar la competitividad. No sorprende, entonces, que el resultado que se observa sea mixto: la inflación está relativamente estable pero la actividad económica y la creación de empleo están amesetadas.
El segundo desequilibrio es que, con las tasas nominales y de inflación actuales, la tasa de interés real resulta negativa. Este hecho es un incentivo potencial a la dolarización de los portafolios que, de ocurrir, ampliaría la brecha entre el dólar oficial y el marginal. Se podría intentar corregir esto subiendo la tasa de interés nominal hasta llevar la tasa real, como mínimo, a cero. Pero esto deprimiría la demanda agregada, el nivel de actividad y el empleo. También se resentiría la recaudación fiscal, lo que agrandaría el déficit. El dilema es, entonces, aceptar o no un mayor riesgo de dolarización para proteger el nivel de actividad. Por ahora, las autoridades optaron por un mayor riesgo y, para reducirlo, han ajustado el cepo.
El tercer desequilibrio tiene que ver con los efectos negativos de la inflación sobre los ingresos. Los efectos sobre los salarios vía el mínimo no imponible es sólo la punta de iceberg. También se resiente el poder adquisitivo de los salarios y de los subsidios como la AUH. Además, en la medida que las transferencias no siguen a la inflación, se agudiza el conflicto con las provincias, que se ven obligadas a ajustar el gasto. Aquí el dilema es aceptar un mayor conflicto distributivo con los costos políticos que conlleva –sobre todo con los sindicatos y las provincias– para evitar una aceleración de la inflación por empuje de costos e impedir que suban los salarios en dólares, o convalidar pasivamente las demandas sectoriales. Hasta ahora la opción fue resistir algunas demandas (ejemplo: mínimo no imponible), convalidar otras y actuar selectivamente en cuanto a reclamos de las provincias, utilizando criterios políticos en la asignación.
Conclusión sobre el vínculo entre el 7N y el 8N
En síntesis: la batalla perdida en energía y los subsidios alimentan la restricción externa y el déficit fiscal; el racionamiento de crédito obliga a emitir para financiar el déficit fiscal y a usar el cepo para ahorrar dólares; la emisión alimenta la inflación y la inflación erosiona la competitividad, presiona sobre la brecha cambiaria y genera conflictos distributivos.
El año que viene se espera que algunas de las restricciones que estuvieron operativas durante 2012 sean menos intensas. Es probable que haya una mayor disponibilidad de divisas por mejoras en los ingresos por exportaciones primarias si el clima ayuda, habrá menores pagos de servicios de la deuda externa y, si Brasil se muestra más dinámico, mejorarán las exportaciones industriales, aunque también hay que considerar que mayor actividad implica mayores importaciones de energía. Fácilmente el déficit energético puede acercarse a los 7.000 millones de dólares. Adicionalmente, los dilemas que hemos marcado no desaparecerán y serán complicados de manejar: seguirá habiendo racionamiento de crédito, no será fácil corregir la erosión de la competitividad y una mejor evolución de la actividad no licuará las demandas distributivas ni corregirá los subsidios energéticos sino, más bien, lo contrario.
En este contexto, es improbable que un cierto relajamiento en la restricción externa se traduzca, también, en una suavización de la restricción fiscal y, si ello no ocurre, seguirá la presión inflacionaria por la necesidad de emitir para financiarse. En una Argentina que enfrenta los dilemas mencionados, será muy difícil recuperar tasas de crecimiento similares a las tasas promedio experimentadas luego de la crisis de 2001-2.
Para romper con los dilemas hay que atacar los dos problemas básicos que hemos señalado: energía y racionamiento del crédito. La medicina es la misma en ambos casos: mejorar la seguridad jurídica y las políticas. O, para decirlo con los conceptos del análisis económico contemporáneo, se requiere mejorar las estructuras de gobernanza para los contratos energéticos y financieros y el uso del espacio fiscal, sobre todo en cuanto a subsidios.
Cuando se adopta esta perspectiva, no resulta sorprendente que el 8N los manifestantes colocaran la demanda por calidad institucional en el centro de los reclamos y tampoco es arbitrario establecer un vínculo con el 7N en la medida que lo que está en la base de los problemas energéticos es la debilidad de las reglas de juego. La buena noticia, en relación con esto, es que en lo relativo a calidad institucional, lo que es bueno para la democracia, también lo es para la economía.