06/03/2017 Por: José Fanelli (UDeSA)
A medida que las elecciones de medio término se van delineando en el horizonte con mayor nitidez, la influencia de las variables políticas sobre la economía se va intensificando. Este hecho tiene dos consecuencias inmediatas. La primera es que los efectos de corto plazo comienzan a pesar mucho más en la toma de decisiones del gobierno y, también, en las reacciones de la oposición. Esto fue muy claro, por ejemplo, en la rápida marcha atrás en relación con el cálculo del ajuste de jubilaciones. La segunda es que la dinámica pre-electoral produce reasignaciones transitorias en el poder de negociación y de presión de los diferentes grupos involucrados en la puja distributiva –desde los gobernadores hasta los movimientos sociales y los sindicatos– y ello incide en el espacio de maniobra del equipo económico. Esto ya se está reflejando en el hecho de que la CGT programó una protesta para principios de marzo y amenaza con un paro general ya desde el inicio de las negociaciones paritarias. La protesta contará con el apoyo "orgánico e institucional" del partido justicialista, lo cual deja claro que la protesta trasciende lo meramente salarial.
Las urgencias de corto plazo que genera la política, por otra parte, se están produciendo en un contexto en que continúan operando los desequilibrios macroeconómicos –persistente déficit fiscal, distorsión en los precios relativos e inflación– asociados con las restricciones estructurales heredadas del gobierno anterior: excesivo peso del Estado, bajo coeficiente de inversión, elevada pobreza y distorsiones en la microeconomía. Si bien el gobierno avanzó bastante en algunos aspectos como la recomposición en el acceso al crédito internacional o el ordenamiento monetario, lo cierto es que luego de un año de gestión no son muchos los resultados en lo relativo a las distorsiones estructurales antes señaladas.
Para atacar las restricciones estructurales se requieren reformas cuyos resultados típicamente se verifican a más largo plazo y, por esa razón, podría pensarse que tales reformas no tienen un aporte sustancial para hacer en un año electoral. Sin embargo, esto no es tan así cuando se observa la cuestión desde el punto de vista de la necesidad imperiosa de reactivar la creación de empleo privado, que lleva varios años de un estancamiento que incide fuertemente sobre la desigualdad y la pobreza. Si las reformas lograran reanimar la inversión productiva privada, el efecto sobre la demanda de trabajo podría sentirse de manera bastante rápida y se potenciarían los resultados de empleo que el gobierno está hoy buscando fundamentalmente a través de la inversión en infraestructura. La magnitud alcanzada por el blanqueo así como la demanda para formación de activos externos –que fácilmente llegó a los mil millones de dólares mensuales recientemente– y el bajo nivel de la inversión extranjera directa sugieren que reformas creíbles podrían tener resultados importantes. Una mayor demanda de empleo incrementaría el ingreso de los hogares y generaría expectativas positivas de progreso individual, algo que siempre paga políticamente con generosidad.
Dado este escenario, es natural anticipar que el oficialismo enfrentará una tensión básica en el período anterior a las elecciones. Por una parte, habrá fuertes incentivos políticos para inflar el consumo y mantener baja la inflación. No sin razón, el gobierno percibe que sería políticamente suicida ignorar que la capacidad para gobernar con éxito hasta 2019 depende de las elecciones de medio término. Pero, por otra parte, si el énfasis en el corto plazo debilita la credibilidad respecto de la capacidad del gobierno para actuar consistentemente sobre los desajustes estructurales, la inversión y el empleo seguirán sin reaccionar lo suficiente. Una reactivación muy sesgada hacia el consumo llevaría más a utilizar la capacidad ociosa y a reducir la amenaza de despidos a corto plazo que a aumentar el empleo. Crear empleo es una decisión que, por implicar un compromiso, tiene similitudes con la inversión y por ende también depende de la consistencia del programa y la credibilidad. Una razón adicional por la que un cortoplacismo excesivo podría ser políticamente desaconsejable es que, en parte, Cambiemos se nutrió del apoyo de quienes consideran que modelos económicos del tipo K son inviables y que, para crecer, la Argentina necesita estabilidad macroeconómica, competitividad y reformas institucionales que resulten funcionales para incrementar la inversión privada, reducir la corrupción y mejorar la provisión de bienes públicos.
Hasta ahora, la estrategia que propuso el oficialismo para conjugar las urgencias políticas del corto plazo con los cambios estructurales de largo plazo ha sido la del gradualismo. En el primer año de gestión, esa opción ha servido para cimentar la gobernabilidad en la medida que se evitaron conflictos de magnitud con actores políticos de fuste. Pero también hubo desvíos que fueron en detrimento de la credibilidad, como el hecho de que ni la pauta de inflación ni la fiscal –si no se computa el blanqueo– se cumplieran, al tiempo que el proceso de corrección de precios relativos fue tortuoso y aún está en vías de completarse.
Dado este marco, si por razones políticas en el período pre-electoral se van a tolerar desvíos respecto del sendero económico que optimizaría la credibilidad, esos desvíos deberán ser acotados porque, de lo contrario, la demanda de empleo seguirá siendo mezquina y, además, aumentará la probabilidad de que los desequilibrios se agranden hasta un punto que sea luego difícil volver al cauce sin implementar medidas que implicarían romper con el gradualismo.
En síntesis, la esencia del dilema que enfrenta el gobierno es que si el resultado de las elecciones fuera malo, habría erosión de la credibilidad debido a una mayor debilidad política, lo que complicaría la gobernabilidad; pero si para obtener un buen resultado en la elección se colocara todo el foco en lograr una favorable combinación de actividad e inflación, los desequilibrios y distorsiones se podrían ampliar y la credibilidad se debilitaría erosionada por la inconsistencia macroeconómica.
En lo que sigue comentamos algunas de las tensiones macroeconómicas que seguramente jugarán un rol en relación con este dilema en los meses venideros.
La expectativa es que la economía vuelva al crecimiento este año. Pero que lo haga con una tasa de inflación que se ubique dentro del rango de 12% al 17% fijado por el Banco Central no va a resultar fácil. Las autoridades del Banco Central no se cansan de repetir que su objetivo esencial es la inflación, lo que implica que no entra en su radar la evolución de otras variables fundamentales para cimentar la credibilidad de la política económica y anclar expectativas, como es el caso del tipo de cambio real o la forma en que el sector público se financia.
El Banco Central no le hace el trabajo a otras áreas del gobierno. Pero hay que considerar, también, que es muy posible que otras áreas tampoco tengan como primera prioridad facilitarle la tarea de domar la inflación al Central. Se pueden dar dos ejemplos muy pertinentes en relación con esto. El primero es que el Ministerio de trabajo podría proponerse como meta central mantener acotada la protesta sindical en un año electoral aún si ello implicara convalidar acuerdos en la paritaria que fueran inconsistentes con la pauta inflacionaria del Central. El segundo es que la tesorería o las provincias probablemente van a decidir cómo y por cuanto financiarse sin mucha consideración por los efectos sobre el equilibrio monetario y cambiario. Y es fácil mostrar que los ejemplos son pertinentes mirando lo que ocurre en la coyuntura.
En la primera negociación paritaria privada de fuste –la de los bancarios– el Ministerio de Trabajo convalidó un incremento cercano al 24%, bien por encima del tope del 20% sugerido por el presidente e incluyendo una cláusula gatillo para renegociar. Lo que se consiguió a cambio es evitar una huelga de 72 horas que seguramente incidiría en el humor social. Luego de esta paritaria será central la de los maestros para el sector estatal. El gobierno querría seguramente repetir la pauta fijada por la Provincia de Buenos: 18% con cláusula gatillo. Pero en un año electoral, la amenaza de no comenzar el ciclo lectivo pesará seguramente más que en otras oportunidades.
Si las pautas de incremento salarial superan la pauta del 20%, ello actuará como un cost push. Un shock de costos. La reacción de libro de texto para un Banco Central con pautas de inflación sería la de incrementar la tasa de interés real. En este sentido, es elocuente que la autoridad monetaria haya mantenido la tasa de los pases en 24.75% con el argumento de que ve "señales mixtas" en cuanto a la evolución de la inflación. En un escenario así, el incremento de la tasa de interés real actuaría en contra de la reactivación y está por verse hasta dónde llegaría la voluntad política por apostar todo a cumplir la pauta inflacionaria sin privilegiar la expansión por razones electorales. Por otra parte, el incremento de tasas no ayudaría a cimentar la credibilidad de la política económica a más largo plazo si ello se traduce en más presión bajista sobre el tipo de cambio real y más déficit en la cuenta corriente. Un escenario así no sería propicio para la inversión privada que el cambio estructural requiere, más allá de la reactivación natural que pueda venir con la expansión del consumo y la obra pública.
Tensiones similares a la de un cost push en el sentido de obligar a un incremento de tasas por parte del Banco Central también podrían asociarse con la recomposición de precios regulados; esto es, los incrementos programados en tarifas de electricidad, agua y gas y el incremento de las cuotas de colegios y prepagas. Esto va a presionar directamente sobre la inflación. Y también lo hará indirectamente si influencia la discusión de aumentos salariales. Por ahora, el Banco Central puede mostrar un buen resultado con la inflación de enero medida por el INDEC, que se ubicó en el 1.3%, aunque otros índices fueron menos favorables. Pero probablemente los meses venideros serán más difíciles.
También hay que prestar atención a las clausulas “gatillo”. La inclusión de estas cláusulas podría ser un primer paso hacia una suerte de indexación de los salarios y podría representar "pan para hoy y hambre para mañana" si se logran porcentajes en línea con la pauta del 20% pero a costa de introducir el gatillo. Como el proceso de recomposición de precios relativos no está terminado, si en el futuro se produjera un depreciación del tipo de cambio nominal y la inflación se acelerara, los salarios se ajustarían de forma más o menos automática, haciendo más difícil corregir el valor del salario en dólares. Como las formas contractuales muestran mucha dependencia del pasado –o path dependance, en palabras de North– es importante evitar todo atisbo de indexación de contratos para no convertir a la inflación en inercial, lo que complicaría seriamente el trabajo del Central.
Como es bien sabido, una de las dimensiones en la que se expresó con mayor fuerza el gradualismo fue la fiscal. El déficit fiscal primario se ubicó en 4.6% del PBI pero ello tomando en cuenta los ingresos del blanqueo, superiores al 1% del PBI. Además hay una importante presencia de la contabilidad creativa que se expresa en la forma de contabilizar las ganancias del Banco Central y el financiamiento de la Anses en relación con los intereses de la deuda pública (2.3% del PBI). De aquí en adelante, no obstante, Dujovne anunció que se termina esta práctica, aunque también habrá metas de caída más suaves que las especificadas por Prat-Gay, de un punto porcentual del PBI anual. Por otra parte, habría que tomar en cuenta el déficit cuasifiscal del Banco Central que, según expertos como Piekarz, haría que el déficit fuera bastante más alto que el publicitado para el año pasado. Y por supuesto, también habría que agregar el déficit de las provincias a la hora de evaluar el ahorro que está absorbiendo el desequilibrio fiscal y que actúa como un peso muerto para el gasto en inversión privada y la competitividad porque se traduce en presión tributaria excesiva.
Pero más allá de esto, lo cierto es que la forma en que el déficit está siendo financiado, tanto por el Estado Nacional como en el caso de varias provincias, genera un exceso de oferta de dólares. Si el Banco Central compra esos dólares y emite ello podría incidir sobre la inflación. Si no los compra y, digamos, la tesorería de una provincia los vende en el mercado, se ejerce una presión bajista sobre el dólar. Así, cuando el Estado se financia domésticamente –y lo sigue haciendo de manera sistemática, acaba de colocar tres bonos a 5, 7 y 10 años por más de 23.000 millones– hace crowding out del gasto privado y cuando se financia afuera afecta la competitividad internacional. En ambos casos deprime la inversión privada y el cambio estructural.
Bajo estas circunstancias, no sorprende que uno de los rasgos más llamativos de la actualidad esté dado por la evolución del tipo de cambio nominal durante lo que va de febrero. Luego de un año en que la inflación se ubicó en el entorno del 40%, la cotización nominal de la divisa norteamericana prácticamente no ha variado en relación con febrero del año pasado. Es natural, por ello, que haya estado ganando fuerza la discusión respecto de si el tipo de cambio real está "atrasado". O, en otros términos, si el tipo de cambio real está por debajo de su valor de equilibrio debido a que los precios han subido más que el valor del dólar o lo estará en el futuro cercano en vista de la dinámica de precios, salarios y tipo de cambio nominal. La autoridad monetaria no ha opinado demasiado sobre el punto y, cuando algún integrante lo hizo, no mostró una preocupación excesiva. Cuando hubo referencias al tipo de cambio real de parte del Central ha sido de manera muy informal utilizando las redes sociales y para argumentar en contra del atraso. Específicamente, el vicepresidente del Central se quejó de que no se presta atención a indicadores como el tipo de cambio real efectivo multilateral que calcula el BIS, el cual indica que la Argentina, de hecho, experimentó una mejora en su tipo de cambio real. Un hecho difícil de compatibilizar, por ejemplo, con salidas por turismo que son récord y un déficit de cuenta corriente de alrededor de 3% del PBI con la economía en recesión.
En principio, la actitud prescindente respecto del tipo de cambio es consistente con el hecho de que el Banco Central tiene un objetivo de tasa de inflación y no de tipo de cambio real. Bajo este esquema, el mercado cambiario estaría operando libremente y no habría lugar para intervenciones del Central con el objetivo de defender un valor determinado para el tipo de cambio real. En verdad, si esto fuera estrictamente así, el sistema argentino sería más puro que los regímenes latinoamericanos donde, a pesar de las declaraciones, se han producido intervenciones en períodos específicos en que el tipo de cambio tendía a variar excesivamente. Estas intervenciones no implicaron que la autoridad monetaria buscara fijar un tipo de cambio real determinado como meta, pero sí nos dicen que estuvieron lejos de no preocuparse. En relación con esto, hay que considerar que las decisiones discrecionales del Central respecto de si compra o no las divisas que las tesorerías consiguen como crédito se parece un poco a una intervención cambiaria. Hasta ahora, ello se reflejó en un dólar planchado que, sin dudas, ha presionado la inflación hacia abajo.
Es interesante notar, por otro lado, que en la medida en que el exceso de oferta de dólares se traduce en estabilidad nominal del tipo de cambio de facto, la política de financiamiento está ayudando a compensar el eventual efecto inflacionario del cost push al que hicimos referencia más arriba, asociado a salarios y tarifas. Condiciones de este tipo son muy favorables si lo que el gobierno desea es conseguir la mejor combinación posible de inflación y nivel de actividad. En particular porque se produciría un incremento en el salario real que empujaría el consumo sin empujar tanto la inflación.
Considerando las restricciones, no es mucho más a lo que el gobierno podría aspirar para mejorar sus perspectivas electorales. Pero ello ocurriría a costa de un tipo de cambio que se iría revaluando y sobre la base de sectores públicos que se endeudan en dólares y hacen crowding out de la inversión privada. Debido a esto, las perspectivas a más largo plazo no serían tan benignas porque el sector público seguiría siendo tan pesado como antes y sería difícil que hubiese incentivos fuertes para invertir en el sector transable, más allá del sector agropecuario. Si este fuera el caso, la foto de 2017 en lo relativo a nivel de actividad e inflación sería bastante mejor que la de 2016. Pero la película no habría variado demasiado. Y ya se sabe, los que generan inversión y empleo siempre están más preocupados por cómo sigue la película que por mirar la foto.