26/10/2015 Por: José Fanelli (CEDES)
El Banco Central no puede parar de vender divisas ante la firme demanda de dólares "autorizados" para ahorristas, importadores y turistas y los requerimientos de amortización y pago de intereses de la deuda –Boden 2015; Bonar X; deudas provinciales–. También está satisfaciendo con empeño digno de mejores causas la demanda de dólares futuros, que por supuesto vende a precios subsidiados. Si bien satisfacer estos contratos –concentrados en el primer trimestre de 2016– no implicará desprenderse de dólares porque se pagan en pesos, sí crean un compromiso de emitir moneda para honrarlos, de forma que el BCRA no sólo está comprometiendo su patrimonio sino, también, la política monetaria del próximo gobierno. Como resultado de todo esto, las reservas declaradas por el Banco Central están en el mismo lugar que hace un año –algo por encima de 27.000 millones de dólares–, lo que implica que la deuda que se contrajo a través del swap chino ya se gastó y que se lo hizo en gran medida para tratar de mantener el dólar subiendo por debajo de la inflación y el flujo de turismo y acumulación de dólares de la clase media por encima de la tendencia.
Este cuadro sugiere que los inversionistas tienen expectativas no ya de que la política monetaria y cambiaria es insostenible –esto se sabe hace mucho– sino de que el cambio de rumbo está a la vuelta de la esquina. Esta configuración de eventos puede impactar sólo a quienes no hayan visto el final de otras películas del mismo género. Es más o menos lo que siempre ocurre cuando se agota un período de atraso cambiario. Probablemente, la única parte novedosa de esta película ya pasó: fue la parte del empeño que pusieron las autoridades para sortear las situaciones de presión especulativa con pérdida de reservas que se dieron más de una vez desde que se implementara el cepo. Como los héroes de las tragedias griegas que pelean contra la fatalidad del destino, las autoridades utilizaron todos los recursos a su alcance para evitar que la desestabilización en el mercado de cambios derivara en ataque especulativo y crisis. Algunos instrumentos utilizados fueron tan novedosos –como el swap con China o la restricción de importaciones para subsidiar el turismo– que la presidenta se vio obligada a aclarar que si bien parecía, no era magia. Para ser precisos, la metáfora sobre los héroes griegos se aplica sólo parcialmente. Como el gobierno va a cambiar, por ahí esta vez el destino se va a quedar con las ganas.
El desenlace le tocará al protagonista de la obra que empieza en diciembre y para enfrentar su destino tampoco le servirá la magia. El problema para calmar a los mercados en la actualidad es, justamente, que los inversores le han creído a la presidenta y hoy ninguno asume que haya sido magia. Hasta el inversor menos informado sabe que la crisis cambiaria se evitó recurriendo al agotamiento de las reservas y generando desequilibrios macroeconómicos enormes, que el próximo gobierno deberá encarar. Una rápida mirada a la coyuntura hace esto evidente: las exportaciones se caen, hay déficit de cuenta corriente, el déficit fiscal está en niveles poco manejables y se lo financia con una emisión monetaria que el Banco Central ya ni se toma el trabajo de esterilizar; últimamente no se están renovando las Lebacs que vencen y el único factor de absorción de moneda es ... la venta de dólares por parte del Banco Central.
La experiencia, en suma, ha dejado al Banco Central con un nivel mínimo de reservas y manteniendo un cepo cambiario que se tradujo en el desplome de la tasa de inversión y una situación de estancamiento de la actividad y del empleo que se encamina a cumplir cuatro años.
Las reservas en el nivel en que los Kirchner las encontraron: ¿qué significa?
Sin magia pero con bastante de cosmética contable, el gobierno se empeña en afirmar que tiene reservas suficientes. Pero cuando se descuentan ítems como el swap con China y los compromisos vencidos pero no abonados por el fallo de Griesa y se tiene en cuenta que parte de las reservas son encajes de los bancos por depósitos en dólares, el resultado de la cuenta es decepcionante. En realidad, la pérdida de reservas llegó a tal punto que se ha puesto de moda en los medios llamar la atención respecto de que la administración actual le dejará a la próxima una cantidad de divisas similar a la que había cuando empezó la era K, inferior a los 10.000 millones de dólares. Pero esto, ¿qué implica? ¿El nuevo gobierno enfrentará una situación peor o mejor que la de mayo de 2003? Es interesante hacer el ejercicio de observar la situación desde la perspectiva de esta pregunta porque sirve para iluminar los desafíos de 2016.
Se pueden dar varias razones por las que un nivel de reservas como el del segundo trimestre de 2003 es hoy más preocupante. En primer lugar, hoy la economía es mucho más grande y el sector energético pasó de exportador neto a importador neto. Esto implica que se necesitan más dólares para financiar las importaciones requeridas para colocar a la economía sobre su nivel de producto potencial. En segundo lugar, cuando asumió Néstor Kirchner, el peso ya se había devaluado y se habían pagado los costos políticos de hacerlo. Así, el flamante gobierno tenía la enorme ventaja de contar con un tipo de cambio extremadamente competitivo que se reflejaba en un fuerte superávit de cuenta corriente que, posteriormente, permitiría recomponer con rapidez las reservas. Hoy, en cambio, la economía muestra un déficit de cuenta corriente y, por lo tanto, no tiene perspectivas de conseguir dólares por la vía genuina de la cuenta corriente, sobre todo si no cambia sustancialmente la configuración actual de precios relativos, devaluando el peso. Por último, no se arrastraba del pasado la represión de importaciones. Si hoy se liberaran con el tipo de cambio actual, seguramente habría un fuerte aumento de las mismas. A esto hay que agregar el problema de los atrasos en el giro de dividendos de las multinacionales.
Es también posible dar argumentos bastante sólidos en el sentido de que, aún con pocas reservas, la situación del próximo gobierno será más favorable en muchos aspectos. En primer lugar, si bien es cierto que en ninguno de los dos casos había acceso al mercado de crédito internacional, la tarea de renegociar la deuda en default era mucho más difícil que la de llegar a un acuerdo en relación con los holdouts. En segundo lugar, la posición internacional neta del país es hoy mucho más desahogada. La deuda pública externa es muy baja en relación al PBI y el sector privado tiene una posición acreedora fuerte en relación al resto del mundo. La Argentina como un todo es hoy un país acreedor y no deudor neto del resto del mundo, como en aquella época. En tercer lugar, los términos del intercambio son mejores hoy, a pesar de la caída en los precios internacionales. Asimismo, las tasas de interés en el mundo desarrollado no muestran signos de que vayan a subir de manera significativa. La FED sigue dudando y la debilidad del crecimiento chino sugiere que no habrá –de producirse el alza– una escalada de tasas. Endeudarse hoy sigue siendo una alternativa bastante apetecible, sobre todo para un país no endeudado. Por último, los problemas financieros de corto plazo sólo afectan al gobierno y el sistema financiero, a diferencia de 2003, no se viene de una crisis. La eventual corrida cambiaria no será impulsada por una crisis financiera sino por los desaguisados de la política fiscal y monetaria. El sistema financiero está bastante firme y el sector privado no muestra niveles de apalancamiento excesivos. El desafío financiero de hoy es más agradable: no se trata de reconstruir el sistema de intermediación sino de fortalecer su credibilidad de forma que los bancos y los mercados de capital puedan convertirse en un vehículo para repatriar el ahorro nacional.
En síntesis, podría decirse que en 2003, unas reservas de 9.000 millones acompañadas de superávit de cuenta corriente ponían a la economía en una situación mucho mejor que la actual en lo referido a la liquidez. Además, la alta competitividad del tipo de cambio despejaba cualquier duda respecto de un deterioro de la liquidez en dólares en el futuro cercano. El gran problema en 2003 era que la liquidez no despejaba las dudas respecto de la solvencia externa del país ya que aún no se había hecho la quita de la deuda. Y bajo esas condiciones era difícil que se produjera una fuerte corriente de inversión para que el país pudiera seguir creciendo no ya sobre la base de ocupar la capacidad instalada –algo que ya estaba ocurriendo en 2003– sino por la vía de expandir el producto potencial de pleno empleo.
Está claro que en liquidez era mejor el 2003. Pero la ventaja actual en términos de solvencia externa es incomparable. La posición acreedora neta de la Argentina la pone en una situación en que sería muy difícil dudar de la solvencia externa del país. Esta es sin duda una ventaja competitiva para atraer inversiones a más largo plazo. Sobre todo si se consideran dos puntos. En primer lugar, existe un atraso de inversiones debido al mal clima de negocios del cepo en adelante. La tasa de inversión de hoy es muy baja en parte porque existen proyectos rentables que no se han realizado por la distorsión en los precios relativos, la competitividad y las reglas de juego. En segundo lugar, y por las mismas razones, la inversión externa recibida ha sido muy baja en relación al tamaño y desarrollo de la economía. Esto en parte es lo que explica que la posición acreedora externa del país sea tan holgada: la Argentina se ha dedicado en los últimos años a exportar capital y no a importarlo. La posición acreedora externa tampoco se dio por magia.
Los desafíos para el que gane la elección
Por supuesto, es muchísimo mejor tener una posición de solvencia sólida y una posición de liquidez débil que la combinación contraria y, por lo tanto, nadie dudaría en principio en elegir 2016 y no 2003. Pero también es cierto que tanto los Estados como las firmas cuentan con unidades especializadas en manejar la liquidez porque una restricción severa de fondos en el corto plazo puede fácilmente generar problemas difíciles de manejar y que pueden terminar perjudicando las perspectivas de largo plazo. Una empresa puede perder mercados y oportunidades de negocios por falta de fondos para financiar el capital de trabajo, puede perder la confianza de quienes le dan crédito si no puede afrontar obligaciones de corto plazo y puede verse obligada a enfrentar conflictos laborales o despedir personal valioso. En el caso de la situación que enfrentará el gobierno próximos los problemas son de igual tenor. Sin dólares no se podrá importar lo suficiente para expandir el nivel de actividad y ello repercutirá en la recaudación y la posibilidad de llevar adelante las políticas públicas. Habrá problemas para honrar los compromisos de deuda dañando aún más la reputación. Y, lo más importante para la gobernabilidad: si, después de cuatro años de estancamiento, el crecimiento no vuelve el empleo seguirá estancado y habrá un clima de tensión social. Sin competitividad no habrá inversiones para generar empleo. Por eso, el primer paso que habría que dar y los beneficios de ese paso son obvios: hay que recomponer la competitividad para recuperar liquidez y, de esa forma, ponerse en condiciones de explotar los beneficios de estar en una posición de solvencia cómoda, que puede atraer inversiones de largo plazo.
Recomponer la liquidez por la vía de la competitividad significa, en el corto plazo, lograr que el precio de los bienes transables suba en relación al de los no transables. Y esto sólo puede conseguirse actualmente depreciando el peso. Justamente esto último es lo que hace esta opción tan difícil por tres razones. La primera es que la devaluación tiene efectos inflacionarios y, según la evidencia empírica, el efecto de pass through es más alto cuanto más alta es la inflación. Desde esta perspectiva, Brasil o Colombia pueden depreciar sus monedas con menos efecto inflacionario que nuestro país. La segunda es que la depreciación tiene efectos negativos sobre los salarios y la distribución del ingreso en el corto plazo. La tercera es que no se puede devaluar sin un programa para reducir las necesidades de financiamiento del sector público, de forma de ganar control sobre la emisión monetaria. Devaluar y seguir emitiendo para financiar al gobierno no haría más que potenciar el efecto inflacionario.
Una consecuencia positiva de corto plazo que podría ayudar significativamente es que una devaluación generaría un fuerte efecto riqueza para quienes estuvieron acumulando dólares, que generaría incentivos para gastar. Esto tendría el doble beneficio de aumentar la demanda agregada –amortiguando el efecto contractivo de la devaluación– y de atraer dólares a la economía. Este efecto es una consecuencia directa de la posición de solvencia en dólares que hoy muestra el sector privado. Nótese que aquí no hace falta recomponer mucho la confianza para atraer dólares: el efecto actúa a través de los precios relativos y, más específicamente, a través de la caída del salario en dólares.
La vía de la depreciación y la recomposición de la competitividad no es la única forma de recomponer la liquidez. Al menos en teoría, hay formas alternativas de conseguir dólares. De aquí que los candidatos se ilusionen con dos cosas. La primera es endeudarse. Se buscaría un arreglo con los hold outs de forma de destrabar el acceso a fondos externos, bajando al mismo tiempo el costo de endeudarse; incluso se podría apostar a conseguir nuevos acuerdos de swaps. La segunda es el efecto confianza: el nuevo gobierno libera el cepo o desdobla oficialmente el mercado de cambios, con un dólar comercial y otro financiero más caro. Esto mejora las expectativas sobre el clima de negocios de forma que entran dólares que los argentinos tienen atesorados.
Todas estas vías están abiertas para recomponer la liquidez en 2016. El éxito del nuevo equipo económico dependerá de cómo combine estas opciones de forma de conseguir el mejor resultado en términos de liquidez e inversiones. Hay algunas cosas que están claras, no obstante. Si la combinación incluye mucho crédito y poca recomposición de la competitividad, será más fácil en el corto plazo pero no habrá suficiente inversión ni habrá crecimiento sólido. Una devaluación brusca para colocar el tipo de cambio en su punto de equilibrio sería muy positiva para el sector transable y para recomponer la liquidez sobre bases sólidas. Pero tendría efectos sobre la distribución muy fuertes y ello podría crear tensiones sociales que podrían enrarecer el clima de inversión por razones distintas a las del período reciente. Esta alternativa, por supuesto, tendría un bonus a mediano plazo pues es la que tiene mayor potencialidad para generar empleo pero antes de llegar a destino habría que pasar por un peligroso desfiladero.
La historia argentina muestra muchas situaciones en las que se utilizaron las dos alternativas –devaluar y endeudarse– pero de manera equivocada, de forma que el país pagó todos los costos sociales de la devaluación pero sin aprovechar sus beneficios. La secuencia fue simple: en el corto plazo, ante la restricción de liquidez y la falta de crédito el gobierno se ve obligado finalmente a devaluar de manera sensible. Como consecuencia, la liquidez se recompone y se abren nuevamente los mercados de crédito. En ese punto, en vez de mantener un tipo de cambio competitivo –complementado con políticas de promoción de la productividad– de forma que el crédito y la inversión externos se canalicen a la inversión productiva, se opta por atrasar nuevamente el tipo de cambio de manera de fomentar el consumo y sentir por una vez el placer de ser popular... hasta la próxima crisis de liquidez.
La liquidez se va a recomponer. El único interrogante es con cuantos costos sociales y con cuanta inflación. Y luego de que se supere la actual crisis de liquidez, la tentación para endeudar a una Argentina líquida y solvente no va a ser menor. Este panorama crea una tentación irresistible para recurrir a un lugar común para concluir: la política económica es más arte que ciencia. Veremos cuál es la tendencia artística que se impone en la próxima etapa.