Back to the 90s: El cambio de régimen como política de ajuste macroeconómico

2012

Un régimen económico se define, antes que nada, por su marco institucional; por las reglas de juego que establecen desde los derechos de propiedad hasta las políticas fiscales y la forma de inserción en la economía global. Si bien las reglas de juego por sí solas no generan riqueza, su papel en el crecimiento es clave porque influyen decisivamente sobre los incentivos y la coordinación de las actividades económicas. De aquí que, dos economías con recursos idénticos, pueden mostrar desempeños muy diferentes si la calidad de sus marcos institucionales difiere. Una complicación adicional es que, independientemente de su calidad, las reglas deben ser estables para hacer su trabajo. Si cambian muy seguido son poco creíbles y, por ende, ineficaces para modelar la conducta de agentes que, al decidir anticiparán, que las reglas pueden ser modificadas.  

La acumulación de cambios en las reglas de juego que se operó en el último año, entre los que sobresalen el “cepo” cambiario, la intervención en el comercio exterior y la modificación  en los derechos de propiedad de YPF, es de un alcance y significación tan importante que parece válido conjeturar que lo que el gobierno está haciendo, de hecho, no es simplemente administrar políticas dentro de un marco institucional dado sino transformar sustancialmente ese marco. Interpretadas con esta perspectiva, las medidas en curso implican un cambio de régimen. Se trata de reformas estructurales que llevarán a una economía con mayor participación estatal en la producción, intervención de amplio alcance en los mercados y en las decisiones privadas de las empresas y las familias y modificaciones en la inserción internacional de la Argentina.

 

¿Por qué podrían las autoridades buscar un cambio de régimen de este calibre luego de casi una década en el poder? Estudiar las causas que motivan el cambio es central para evaluar hacia dónde pueden evolucionar las políticas del gobierno y la coyuntura macroeconómica.

 

Sobre cambios de régimen, el rol de la política y necesidades de financiamiento

Como en los noventa los cambios de régimen fueron la regla más que la excepción, vale la pena echar una mirada de economía política sobre el proceso.

 

Desde fines de los ochenta muchos países latinoamericanos abrazaron las políticas de reforma estructural del Consenso de Washington. Esto ocurrió no tanto por convicción sobre las bondades de la privatización y la apertura como por necesidad de acceder al mayor financiamiento externo que los organismos internacionales prometían como premio a los reformadores, acosados por la herencia de la “década perdida”. El hecho que más contribuyó a abonar la sospecha de que el matrimonio de los líderes con las nuevas ideas no se inspiró en el amor sino en el espanto es que, desde México a la Argentina, dirigentes de larga trayectoria populista súbitamente se convirtieron al neoliberalismo militante.

 

¿Habían dejado de lado el populismo? En algunos casos sí y, en otros, no. En la Argentina uno sospecha que no lo abandonaron o que lo hicieron muy poquito. En los noventa, el éxito en la lucha contra la inflación le dio al gobierno gran legitimidad política, pero lo privó del impuesto inflacionario. En ese contexto, los ingresos por privatización y el nuevo financiamiento –tanto multilateral como privado– aportaron los recursos para sustituir al impuesto inflacionario y permitieron posponer una necesaria reforma estructural del sector público, que hubiese implicado desde el dictado de una nueva ley de Coparticipación Federal para cumplir con la Constitución, hasta luchar contra la corrupción, mejorar la eficiencia del gasto y recomponer el nivel de inversión pública, que había quedado en niveles extremadamente bajos luego de la década perdida. Por otro lado, el aluvión de financiamiento internacional produjo un bonus adicional: era posible apreciar la moneda y gozar de un período de consumo con “plata dulce” sin preocuparse por la competitividad, por el déficit de cuenta corriente o el creciente endeudamiento externo.

 

Lo anterior implica que, juzgado desde una perspectiva de economía política, el tan pregonado cambio de régimen hacia una economía más abierta y competitiva no fue otra cosa que un método para conseguir recursos que permitieran afianzar el poder político sobre la base de posponer la parte “difícil” de las reformas: lograr la sustentabilidad fiscal, producir bienes públicos eficientemente y promover la competitividad internacional.

 

Un rasgo que define al populismo es el de privilegiar el gasto presente orientado a cumplir con objetivos políticos por sobre el ahorro, la inversión y el crecimiento sostenible. En base a este criterio, los noventa deberían calificarse de populistas: el capital político y el financiamiento acumulados en base a un logro legítimo como la erradicación de la inflación y la promesa de un nuevo régimen económico más dinámico, lejos de convertirse en la base para afianzar el crecimiento sostenido, devinieron en plataforma para ensayos re-re-eleccionistas.

 

Un rasgo adicional que caracteriza al populismo es su inestabilidad inherente: como se inspira en la idea de que la política manda y la economía obedece, es una estrategia que está naturalmente expuesta al stop-and-go. Mientras existen fondos disponibles, la política puede mandar, pero si el financiamiento se agota los déficit fiscales y/o externos se tornan insostenibles. Bajo esas circunstancias, la economía se rebela e impone su lógica a la política, obligando al tan temido ajuste.

 

¿Por qué ahora?

¿Cómo se ve el actual cambio de régimen cuando se lo observa “desde los noventa”? Nuestro argumento en esencia es el siguiente:   

  • Las autoridades consideran que la política manda sobre la economía: definieron  un núcleo de políticas públicas que son fundamentales para sus objetivos políticos y por lo tanto inmodificables.
  • Conseguir los fondos para financiar esas políticas se considera un problema meramente operativo que puede requerir, eventualmente, cambios en las reglas de juego.
  • En los años posteriores al shock que siguió a la caída de Lehman fue factible subordinar la economía a la política gracias a los recursos que se habían acumulado en base a los superávit fiscal y de cuenta corriente previos a 2007.
  • Los recursos extra se agotaron hacia 2011, como lo marca el hecho de que desaparecieran tanto el superávit fiscal como el de cuenta corriente, aún cuando el precio de las exportaciones y la recaudación fiscal eran altos.
  • Como se hizo cada vez más difícil conseguir los fondos para que la política se subordine a la economía, el gobierno decidió recurrir a cambios discrecionales profundos en las reglas de juego para mantener y financiar sus políticas.

 

De este argumento se sigue que las medidas que están configurando el cambio de régimen obedecen más a necesidades políticas de corto plazo que a convicciones profundas y que en gran medida están siendo diseñadas y aplicadas sobre la marcha. Un dato que abona esta hipótesis es que ninguna de las medidas de gran alcance –desde el cepo hasta YPF– se discutió en la campaña electoral de 2011. Si se asume que el cambio de régimen es endógeno; que es una forma de conseguir financiamiento. ¿Cómo se ve la evolución de la coyuntura?

 

Los desafíos del 2012 y las elecciones del gobierno para la economía

Con 2012 comenzó también la rebelión de la economía. Más específicamente, la economía le hizo saber a la política que:

-  Se necesitan fondos para financiar el déficit que genera el excesivo gasto público en subsidios a la energía y el transporte, así como por la incorporación al presupuesto de nuevos empleados públicos y de beneficiarios de diversas políticas públicas.     

-  Se requieren dólares para financiar las importaciones de energía –que no paran de crecer debido al subsidio a la demanda y a la falta de inversiones para aumentar la oferta– y, para peor, las exportaciones no están ayudando mucho debido a la erosión de la competitividad por efecto de una depreciación del dólar menor a la inflación.

-  No se puede acceder a fondos en los mercados voluntarios de deuda para financiar el déficit y, adicionalmente, la falta de credibilidad se  tradujo en enormes salidas de capitales en 2011, por lo que habría que utilizar reservas para financiar los servicios de la deuda.

  

Ante este cuadro, eran necesarias medidas correctivas en el plano económico. Sin embargo, dado el postulado de que la política manda, las decisiones que se fueron tomando respetaron una restricción básica: elegir las medidas correctivas tomando en cuenta la cercanía de las elecciones de 2013, cruciales si se considera una eventual reforma constitucional. Traducción de la política a la economía: conseguir el financiamiento necesario pero dando prioridad al objetivo de no dañar el nivel de actividad en el presente, aún a costa de generar mayores desequilibrios a futuro.

 

En relación con esto, había dos alternativas: 

(a) Modificar las políticas fiscal, monetaria y cambiaria para reducir las necesidades de financiamiento fiscal y externo y desincentivar la salida de capitales.

Esta alternativa suponía, como pasos obligados, atacar las distorsiones de precios relativos (subsidios y tipo de cambio), establecer tasas de interés más consistentes con la inflación e implementar un programa anti-inflacionario para evitar que el cambio de política acelerara los incrementos de precios. El riesgo de esta alternativa era que podía violar la restricción política: la corrección de inconsistencias podría deteriorar el nivel de actividad a corto plazo y, si bien a largo plazo podría rendir frutos económicos muy positivos, podría llegarse con una economía poco dinámica a 2013. Tampoco ayudó la tragedia de Plaza Once: había que hablar de tarifas del transporte en el peor momento.

 

 

(b) Más de lo mismo: confiar en que el futuro será mejor y mientras tanto actuar discrecionalmente sobre las restricciones más severas.

Esta fue la alternativa elegida. Como se mantuvo la política de gasto alto y los salarios se corrigieron siguiendo la inflación, el déficit fiscal no cayó y, con casi nulo acceso a financiamiento, hubo que emitir dinero para financiarlo. La emisión monetaria mantuvo la inflación alta y ello erosionó aún más la competitividad de las exportaciones, dado que el tipo de cambio aumentó menos que la inflación. A su vez, como no se corrigieron los subsidios a la energía y el transporte, la demanda de energía siguió alta en relación a la oferta disponible y se hizo indispensable conseguir los dólares para financiar el déficit energético. Como los agentes anticiparon que en un escenario así faltarían dólares, la fuerza de la salida de capitales estuvo lejos de debilitarse. Con déficit fiscal en alza y presión en el mercado de cambios, se hizo evidente que la alternativa de no hacer nada no era viable. Salida de capitales es sinónimo de menor gasto interno y, por ende, de menor nivel de actividad, lo cual amenaza el objetivo 2013. Asimismo, habría menos dólares para financiar el déficit energético, aún cuando el futuro se estaba presentando con una sonrisa: a medida que transcurría el año la soja y otros productos alcanzaron precios récord por la sequía en Estados Unidos. 

 

Dado este contexto, la lógica que lleva al cambio de régimen surge nítida: si cambiar la conducta del sector público no era una opción, debía cambiar la conducta del sector privado y, para ello, era necesario limitar la capacidad de decisión de este último. La única forma de hacerlo era cambiar las reglas de juego: reprimir importaciones pasando a una economía más cerrada; modificar las regulaciones en el campo de la energía e imponer el llamado cepo cambiario, con restricciones severísimas a la compra de dólares para ahorrar y a la remisión de dividendos.

 

Estas modificaciones en el marco institucional tendrán consecuencias irreversibles sobre la economía y, además, demandarán, para ser efectivas, modificaciones y controles adicionales que podrían afectar segmentos de alto rango del orden institucional. En este sentido, la orientación actual de la política económica y la reforma constitucional se complementan fuertemente. 

 

¿Y entonces? ¿Manda la política o se rebela la economía?

Si es correcto que el cambio de régimen en curso es, antes que nada, una forma de conseguir financiamiento a corto plazo, las similitudes con los noventa en lo que hace a motivación política parecen bastante claras, aún cuando la dirección del cambio en curso esté en las antípodas. Se trata de cambiar reglas para conseguir financiamiento y evitar así tener que atacar los mismos problemas duros que siguen irresueltos: los desequilibrios e ineficiencias del sector público y la competitividad internacional.

 

La consecuencia de lo anterior es que, al igual que en los noventa, la economía queda muy expuesta a shocks: con competitividad baja y un déficit fiscal persistente, un shock de relativa magnitud (precios internacionales en baja, sequía/inundación, un Brasil poco dinámico) puede generar una necesidad de ajuste superior al que está en marcha, obligando a cambios aún más profundos en las reglas de juego. Es cierto que la economía muestra fundamentos más sólidos que en los noventa, pero un punto muy negativo para la vulnerabilidad es que el financiamiento del déficit fiscal se hace vía emisión, lo que supone una inflación persistente y una amenaza permanente de que se amplíe la brecha cambiaria.  

 

¿Cuáles son, entonces, los factores a considerar en la coyuntura?  Como el objetivo del gobierno es mantener la demanda agregada en el nivel más alto posible hasta 2013, una forma sencilla de evaluar estos factores es pasar revista de qué puede ocurrir con cada uno de los componentes de la demanda –consumo, inversión, gasto público y exportaciones– con el propósito de identificar tanto los factores que jugarían a favor de la expansión como los que podrían limitarla o agregar inestabilidad.

 

 

Consumo

Es probable que el consumo sea uno de los componentes que más aporte a los objetivos del gobierno de promover el nivel de actividad. El ahorro se puede canalizar hacia el dólar, la inversión inmobiliaria y el sistema financiero y todos esos canales tienen problemas: por el cepo no se pueden comprar dólares ni para ahorro ni para realizar transacciones inmobiliarias y las tasas de interés son negativas debido al exceso de emisión para financiar el déficit fiscal. Al no convertirse en ahorro por falta de vehículos que actúen como depósito de valor, el ingreso se canalizará hacia consumo, sobre todo de durables. Si bien una economía que no ahorra no es sostenible a mediano plazo, a corto plazo un ahorro bajo favorece la expansión de la demanda.

 

La expansión del consumo no ocurrirá sin riesgos. Primero, si el nivel de actividad es alto, la inflación también lo será y ello equivale a un incremento de la presión tributaria. Asimismo, cuanto mayor la emisión, mayor la probabilidad de una mayor brecha entre el dólar oficial y el paralelo, con el riesgo de que los precios sigan a este último y la inflación se acelere. Segundo, un incremento del consumo genera demanda de importaciones en general y de energía en particular, reduciendo la disponibilidad de dólares. Si los precios de la soja y otras exportaciones primarias se mantienen, esto último no será un problema serio. Precios internacionales altos, no obstante, impulsarán al alza el precio de los alimentos. Un tercer riesgo a considerar, en consecuencia, es una caída del consumo de la mano de una reducción de los salarios reales medidos en alimentos. Esto ya ha empezado a ocurrir.

 

Gasto público

El gasto público seguirá constituyendo un pilar de la demanda agregada. No bajará, con miras a la elección de 2013. El financiamiento, sin embargo, se verá facilitado por la menor incidencia de los servicios de deuda para el año que viene. Sobre todo si no hay que pagar el cupón atado al PBI. Más allá de esto el financiamiento no será sencillo y ello tendrá efectos sobre la inflación, con las consecuencias ya indicadas. Adicionalmente, dada la política cambiaria actual, la inflación le seguirá quitando competitividad a las exportaciones. Por otra parte, ante la escasez de recursos, las autoridades han estado seleccionando políticamente a quien financiar (ejemplo: Córdoba). Además de aumentar la probabilidad de conflictos políticos, la restricción de recursos en las provincias y municipios castigados obligará a un ajuste, lo que no favorecerá el crecimiento de PBI.

 

Inversión    

 

Sin dudas este rubro es el talón de Aquiles del cambio de régimen en marcha. El sensible achicamiento del espacio de decisión privada y de las provincias tiene efectos sobre el deseo de emprender y sobre la capacidad para aprovechar oportunidades de inversión. Es muy difícil que se alcance un coeficiente de inversión que sostenga un crecimiento razonable. La inversión ya está sufriendo. Si el nivel de actividad no se deprime, es posible que la inversión sufra un poco menos pero la variación discrecional de las reglas de juego unida a la represión de las importaciones mantendrá deprimido el  gasto en bienes de capital. Tampoco puede esperarse mucho de la construcción, dadas las restricciones para realizar operaciones en dólares en ese mercado. Un hecho que puede ayudar en algo es que se vayan desarrollando formas para canalizar el ahorro en pesos, pero es difícil ser optimista en condiciones de alta inflación. Un elemento negativo adicional es que el ajuste en municipios y provincias tiende a caer desproporcionadamente sobre la inversión pública.  

 

Exportaciones

Este es el segmento de la demanda agregada que estará más influido por elementos aleatorios. El sector primario es la apuesta fuerte de las autoridades. Como los precios  de la soja y otras exportaciones primarias se espera que se mantengan en niveles récord, si el clima ayuda, se espera que haya ingresos extra en el orden de los 8.000 millones de dólares. Se trata de una cifra sustancial que, sin dudas, tendría efectos muy positivos sobre la actividad económica, las arcas del Estado y la disponibilidad de dólares para financiar el déficit energético. Una segunda apuesta fuerte es a que se produzca una recuperación rápida y significativa del nivel de actividad en Brasil, lo que aumentaría la demanda de automóviles y otros bienes industriales con destino a ese país.

 

Hay, también, amenazas significativas para las ventas externas. Tanto la producción primaria como los precios pueden ser afectados por factores climáticos o internacionales, como una desaceleración en China. En el caso de Brasil un problema no menor es que la eventual recuperación depende de las medidas de incentivo del gobierno, que incluyen estímulos fiscales pero también tasas de interés más bajas y un real más barato. Esto último juega en contra de la competitividad argentina. Un factor negativo adicional para las exportaciones es que la competitividad se sigue deteriorando por la suba de los salarios expresados en dólares. Recientemente, el BCRA parece haber acelerado el ritmo de depreciación, lo que podría retrasar –aunque no revertir– la erosión de la competitividad. Pero en ausencia de un plan anti-inflacionario, se trata de una estrategia que puede tener alto costo político: la depreciación aumenta el costo de los alimentos, con incidencia en los ingresos de los sectores menos pudientes, como ya se dijo.    

 

Cuando se hace el ejercicio de “ponerle números” a los factores que juegan a favor y en contra, las estimaciones dicen que aún si se dan las mejores condiciones, a la economía le sería muy difícil superar el 4% de crecimiento el año entrante sin una aceleración de la inflación que distorsione aún más los precios relativos y presione sobre la brecha cambiaria, aumentando la vulnerabilidad macroeconómica. Así, mientras en teoría las instituciones económicas se están modificando para hacer más sostenible el crecimiento, en la práctica se está configurando una economía que es más vulnerable en los frentes externos y fiscal, y tiene menos capacidad para crecer debido a la debilidad de la inversión. Cuando la política sobreactúa su rol, la economía sufre y pasa a depender excesivamente de que el futuro nos reciba siempre con una sonrisa.

 

Por supuesto, de lo anterior no se sigue que sea imposible subordinar la economía a la política. Sólo se siue que una condición necesaria para definir un régimen económico que sea capaz de poner la economía al servicio de la política es que las reglas de juego que componen ese régimen respeten dos restricciones económicas evidentes: (a) no se puede gastar lo que no existe; (b) para reponer lo que existe pero se va gastando hay que brindar los incentivos correctos a quienes producen –por la vía de los salarios, los beneficios y la seguridad jurídica– para que efectivamente lo hagan. Parece de sentido común. ¿O no?             

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