La inflación ha estado ocupando un espacio protagónico en el último mes. Un primer disparador lo constituyó el hecho de que el FMI le fijara un plazo a la Argentina para mejorar la metodología que usa el INDEC. También influyó que varios actores sociales, entre los que se destacaron varios sindicatos oficialistas y no oficialistas, declararan no estar dispuestos a tomar en cuenta la inflación del INDEC a la hora de decidir sus reclamos. En este contexto, la protesta de la Gendarmería y la Prefectura agregó tensión y puso al desnudo cómo el conflicto distributivo y las negociaciones sobre salarios se dificultan en contextos inflacionarios. Nótese que, aún cuando se asumiera que el error en la liquidación fue totalmente involuntario, es mucho más probable equivocarse en montos de 30% o 50% cuando la inflación es alta. Desde el punto de vista del impacto en la opinión pública, no obstante, lo que más contribuyó a poner la inflación en el centro de la escena fue que la Presidenta de la Nación afirmara en la Universidad de Georgetown que si la inflación fuera del 25%, el país estallaría.
No caben dudas respecto de que esa afirmación le hizo un flaco favor a las expectativas sobre estabilidad: la variación de precios hace ya tiempo que arroja cifras que se acercan a ese nivel, según lo registran los índices provinciales y los que difunde el Congreso. También es cierto, sin embargo, que lo que podríamos llamar la “Hipótesis de Georgetown” sobre la inflación ha tenido dos efectos colaterales positivos: por un lado, representó un reconocimiento explícito por parte de la máxima autoridad del ejecutivo respecto de que una inflación incluso “moderada” del 25% puede tener consecuencias muy dañinas sobre la economía; por otro lado, ayudó a instalar el debate sobre la inflación en la opinión pública, algo que no había venido ocurriendo con la intensidad que el ritmo de inflación requería.
Si bien las repercusiones de las declaraciones presidenciales se irán diluyendo con el tiempo, hay razones estrictamente económicas que hacen que sea razonable esperar que la inflación se mantenga en el centro de las preocupaciones. Un hecho particularmente preocupante en relación con esto es que el ritmo mensual de la inflación no registra signos de debilitarse a pesar de que el nivel de actividad mostró una fuerte desaceleración en el primer semestre y de que el ritmo de depreciación se ubica por debajo de la inflación. Esta evolución contrasta fuertemente con lo ocurrido con posterioridad al shock de fines de 2008, cuando las fuerzas recesivas estuvieron acompañadas de un debilitamiento de la inflación a pesar de que el Banco Central implementó una sensible depreciación nominal del peso.
Dado este contexto, lo que ocurra con la inflación en los meses venideros dependerá en gran parte de la evolución del nivel de actividad. Si la actividad deja de desacelerarse –como parecen indicarlo algunas observaciones recientes–, seguramente habrá un incremento en la presión inflacionaria y mayor erosión de la competitividad al deteriorarse el tipo de cambio real. Para suavizar estos efectos, el gobierno podría relajar en algo el severo control que ha venido ejerciendo sobre las importaciones. Mayores importaciones aumentarían la oferta agregada y ello restaría presión sobre los precios. Dado que el superávit comercial de este año es elevado y que el año que viene se esperan más ingresos por exportaciones y menos pagos en concepto de servicios de la deuda, la restricción externa sería menos operativa, haciendo posible el incremento de las importaciones.
Una faceta difícil de manejar que exhibe el actual proceso inflacionario es que el precio de los alimentos ha subido más rápidamente que el índice general. Como lo muestra el gráfico de más abajo, el incremento en el precio relativo de los alimentos ha tenido un efecto negativo sobre el poder adquisitivo del salario medido en función de la canasta básica. Por supuesto, este efecto diferencial de la inflación en alimentos castiga más fuerte cuanto mayor es el peso de los alimentos en la canasta de consumo, como es el caso de los sectores de menores recursos.
Durante la recesión que siguió a la crisis de Lehman Brothers, el gobierno estuvo en condiciones de crear empleo, compensando la debilidad que mostraba la demanda de trabajo privada. Al igual que en aquel momento, la economía ha estado mostrando poca capacidad para generar empleo pero, en la actualidad, el sector público no cuenta con espacio fiscal suficiente como para aportar más empleos. Las provincias enfrentan una restricción creciente de fondos y, de hecho, el gobierno ha estado utilizando la inflación como un instrumento de aumento de los impuestos al salario vía la manipulación de los mínimos no imponibles. Bajo estas circunstancias, es posible que los conflictos distributivos muestren en el futuro una mayor frecuencia e intensidad.
Lo que no termina de sorprender, en este contexto, es que no se observan indicios de desaceleración en el ritmo de emisión monetaria por parte del Banco Central. De hecho la tasa de emisión ha superado de manera sistemática a la tasa de inflación y ello es así aún si se descuenta la parte de emisión que va a satisfacer una mayor demanda de dinero asociada con el crecimiento de la economía.
La hipótesis de Georgetown y el conflicto distributivo
Si la Hipótesis de Georgetown implica que una inflación del 25% es, como mínimo, peligrosa ¿por qué toman las autoridades el riesgo de emitir a tasas tan altas? Podría argumentarse que las autoridades consideran que la tasa de inflación correcta es la que mide el INDEC y que, por ende, no hay riesgo. Es fácil deducir, sin embargo, que si la tasa de inflación fuera menor al diez por ciento nada justificaría emitir dinero por encima del 30% anual o el hecho de que se hayan convalidado aumentos de salarios superiores al 20% durante años. Por lo tanto, la pregunta de por qué tomar riesgos no sólo es válida sino que conjeturar una respuesta puede ser importante para comprender cuál es la lógica que anima las iniciativas de las autoridades.
Si adoptamos una actitud conductista y juzgamos a las autoridades por sus acciones, la conjetura que se sigue es que el gobierno ha optado por un régimen que técnicamente se denomina de “dominancia fiscal”. En un régimen de ese tipo, la tasa de emisión monetaria está determinada por las necesidades de financiamiento del sector público y no por un objetivo de inflación. Por lo tanto, para explicar la emisión hay que considerar cuáles son las políticas que determinan la evolución del déficit fiscal. En este sentido, en la situación actual, lo que se observa es que del lado del gasto las autoridades tienden a convalidar aumentos salariales y en buena medida de subsidios, en línea con la inflación al tiempo que la recaudación tributaria comienza a mostrar un crecimiento menor a la inflación, probablemente debido a la desaceleración del nivel de actividad.
Bajo estas condiciones, no se puede esperar que la emisión monetaria se reduzca.
Un régimen de dominancia fiscal reduce la necesidad de tener que lidiar con conflictos distributivos en el sector público ya que permite –al menos por un cierto período– compensar los efectos de la inflación sobre los salarios públicos y otros subsidios. El costo, obviamente, es que impide utilizar la política monetaria como un arma para luchar contra la inflación. La decisión de minimizar la incidencia del conflicto distributivo al costo de asumir un mayor riesgo inflacionario es de orden político y, como tal, supera el ámbito de la economía.
Lo que sí queda dentro del ámbito del análisis económico es la evaluación de cuál es la significación y los posibles costos de los riesgos inflacionarios que se asumen. En realidad, preocuparse por evaluar las consecuencias de la inflación está absolutamente en línea con lo expresado en la Hipótesis de Georgetown. Cabe acotar, no obstante, que en relación con este punto es frecuente observar una cierta confusión analítica. Muchos analistas argumentan que sólo los “monetaristas” afirman que la emisión monetaria genera inflación. De forma tal que si estamos dispuestos a asumir que esa escuela de pensamiento está equivocada no habría de qué preocuparse. Se puede emitir sin riesgo de estallido.
Es difícil, no obstante, imaginarse cómo es el mundo no monetarista imaginado por esos analistas. El enfoque que tradicionalmente se considera más distante del monetarismo es el del dinero pasivo. Según esta visión, la inflación no se origina en factores monetarios sino en desequilibrios estructurales o en conflictos distributivos. Por lo tanto, en relación con la emisión pueden ocurrir dos cosas. Si la tasa de emisión se adapta pasivamente a la tasa de inflación, el aumento de precios se perpetúa a no ser que cambien los factores estructurales o de conflicto que generan la inflación. Si, por el contrario, las autoridades reducen la tasa de emisión en un intento “monetarista” por controlar la inflación, la inflación no caerá pues las causas de la misma son no-monetarias. Lo que sí ocurrirá, según la visión no-monetarista, es que caerán el nivel de empleo y de actividad económica. Se deduce, entonces, que en ningún caso se afirma que una tasa de emisión monetaria alta es compatible con una tasa de inflación baja. La afirmación de que una alta emisión es compatible con una inflación baja es un error analítico y, como tal, es inconsistente con toda teoría económica que se proponga respetar el principio de no contradicción.
¿Implica lo anterior que es imposible que, por períodos cortos la tasa de inflación y la tasa de emisión difieran? La respuesta es no: los ajustes entre la tasa de emisión, la inflación y el nivel de actividad y de empleo no ocurren de manera instantánea. En realidad, tomar en cuenta que el período de ajuste toma un cierto tiempo es central para no cometer el error lógico antes mencionado.
Ya dijimos anteriormente que la tasa de emisión monetaria ha venido siendo superior a la tasa de inflación. Esto quiere decir que la cantidad de dinero ha venido subiendo por encima de lo que haría falta para que el público tenga siempre la misma cantidad de dinero en términos de poder adquisitivo. Esta situación no puede mantenerse en el tiempo, porque ello implicaría que las personas estarían dispuestas a tener cada vez más dinero en su portafolio, sin preocuparse de que por efecto de la inflación estarían pagando un impuesto sobre sus tenencias de dinero de cerca de 25% por año: hoy, si alguien guarda 10.000 pesos en cuenta corriente o caja de ahorro, pierde cerca de 2.500 pesos por año en términos de capacidad de compra. Pensar que esto es sostenible es asumir que la gente no sabe sumar. Por lo tanto, parece sensato esperar que con el tiempo la gente se desprenda del dinero excedente.
Las formas de desprenderse del dinero son gastar (consumir o hacer una inversión productiva) o realizar una inversión financiera. En la Argentina de hoy, la inversión productiva está bajando y no se pueden comprar dólares para invertir o para realizar transacciones inmobiliarias. La opción básica que queda es realizar un plazo fijo, pero el problema es que la rentabilidad es negativa. Conclusión, lo que cabe esperar es que la gente sobre todo consuma. De hecho, esto es lo que está ocurriendo y es lo que está ayudando a sostener el nivel de demanda agregada en un contexto en que las exportaciones y la inversión productiva no son dinámicas.
Ahora bien, pensar que las personas renunciarán al ahorro y pensarán sólo en consumir porque la tasa de interés es negativa y el clima de inversión desaconseja jugarse mucho con la inversión es lo mismo que asumir que la población ha renunciado a pensar en el futuro. En el propio y en el de sus hijos. Como esto es difícil que sea así, es esperable que las personas busquen en el futuro instrumentos que puedan actuar como depósitos de valor para sus ahorros. Los candidatos son los inmuebles y el dólar. Pero ambas alternativas están en contradicción con el cepo cambiario por lo que podrían producirse en el futuro mayores presiones hacia la ampliación de la brecha cambiaria. Si la brecha se amplía ello inducirá un alza en las expectativas de inflación, ya que los agentes podrían pasar a fijar precios y salarios “mirando” el dólar paralelo, como sucedió en el pasado en nuestro país. Si esto ocurriera, estaríamos más cerca del escenario que plantea la Hipótesis de Georgetown.
La prudencia indica que, probablemente, lo mejor sería aprovechar el respiro que dará la mayor oferta de dólares que se espera para el año que viene para ampliar la oferta global y corregir mientras tanto las distorsiones que empujan la inflación hacia arriba, empezando por la emisión monetaria y las tasas de interés negativas que privan de un instrumento de ahorro en moneda nacional.
Es sabido que una de las dificultades metodológicas más serias que enfrenta la teoría económica es la imposibilidad de realizar experimentos controlados, como en la física. Debido a ello, la evidencia necesaria para evaluar la verdad de las hipótesis es fundamentalmente aportada por experimentos naturales. Aún a costa de retrasar el avance de la ciencia económica, parece preferible que la Argentina se abstenga de hacer un aporte experimental para develar si la Hipótesis de Georgetown es o no verdadera.