Durante el último mes, la tregua que viene observándose desde febrero en el mercado de cambios se ha mantenido. La brecha cambiaria se ubicó en un entorno del 30% y el dólar oficial no se ha movido de los ocho pesos. Así, se logró el ansiado objetivo de llegar al segundo trimestre con una situación cambiaria bajo relativo control, momento en el que una mayor liquidación estacional de exportaciones torna la situación de reservas mucho más manejable. La prolongación de la tregua seguramente habrá tonificado un poco el ánimo de las autoridades. Si bien la base que sostiene la tregua es frágil, las urgencias del día a día son menores que las que se observaban en el tormentoso comienzo de enero, cuando el Banco Central no encontraba la forma de detener el drenaje de divisas.
Pero lograr una tregua no es conseguir la paz. Para esto último hay que ganar la guerra o negociar para terminarla. El gobierno no ha mostrado voluntad de negociar con otros sectores políticos acuerdos mínimos para recorrer el período de transición política hasta 2015 con la economía lo más ordenada posible. Y tampoco la tregua parece anunciar que las autoridades económicas están empezando a ganar la guerra contra la inestabilidad macroeconómica. Por un lado, el Banco Central no ha logrado aún volver a acumular reservas a un ritmo que permita recuperar una parte significativa de lo perdido y no está claro qué pasará a medida que el año avance y se termine el período de mayor oferta estacional de dólares –aunque es cierto que si se profundizara la recesión, la caída del gasto en importaciones ayudaría bastante–. Por otro lado, la tregua se obtuvo recurriendo a medidas que sólo pueden usarse con intensidad de manera transitoria. Esto es así porque de prolongarse en el tiempo una restricción fuerte en la oferta de base monetaria y de crédito las consecuencias sobre el nivel de actividad e, incluso, la cadena de pagos, podrían ser muy marcadas. Además, no está para nada claro que el Banco Central estará en condiciones de seguir absorbiendo los pesos que él mismo emite para financiar al gobierno.
Dado este contexto, el gobierno deberá tomar decisiones ante el dilema que típicamente plantea un ajuste: dejar que se profundice la recesión con los beneficios que traería en términos de debilitar al mismo tiempo la demanda de dólares para importar y la presión inflacionaria; o suavizar la restricción monetaria y la presión impositiva (corrigiendo el mínimo no imponible para asalariados, por ejemplo) de manera de no presionar tanto sobre los ingresos salariales y el empleo. El costo de esta alternativa es arriesgarse a una vuelta de las expectativas de un incremento de la brecha cambiaria. La zona de confort cambiario transitorio que está brindando el segundo trimestre sólo será beneficiosa si sirve para que, con más calma, las autoridades den una respuesta mejor a este dilema.
Como se trata de una tregua y no del fin de la guerra, la pregunta que surge naturalmente es para qué nuevas batallas se están preparando las autoridades. Por ahora, esta pregunta no tiene respuesta justamente porque el gobierno no ha explicitado cómo es que piensa enfrentar el dilema antes mencionado. Está claro, por supuesto, que si el gobierno fue capaz de implementar ciertas medidas de carácter ortodoxo fuera de libreto, un objetivo básico de la política económica que no necesita ser explicitado es que se pretende llegar a 2015 con un dominio mínimo de la coyuntura. Pero contar sólo con esta certeza tiene sabor a muy poco para quienes deben tomar decisiones. Esto se reflejará, sin dudas, en una tendencia del sector privado a posponer decisiones de gasto que no ayudará en absoluto al nivel de actividad. Una fuente adicional de incertidumbre es que en ciertos aspectos se toman decisiones que parecen contradictorias.
A los efectos de identificar los desafíos más relevantes de la coyuntura será útil, entonces, pasar breve revista de las preguntas de mayor relevancia que hoy se asocian con el dilema del ajuste y que no encuentran respuesta clara, sea por falta de iniciativas específicas, sea porque las que se toman son contradictorias.
¿Qué expectativa de inflación tiene el gobierno?
Aparentemente, se confía en que la inflación se ubicará en los próximos meses por debajo del 30%. Por ahora en el mes de marzo la inflación oficial anualizada se ubicó en 36% y la del Congreso estuvo bien por encima de esa cifra. Sin embargo, el gobierno ha expresado que considera alentador que los precios se hayan desacelerado en relación con el mes anterior. Pero más allá de los precios cuidados no hay un reconocimiento de la prioridad que debería recibir la lucha contra la inflación. No es un tema menor: aún se están corrigiendo precios relativos clave y ello es una fuente de inflación porque el ajuste de precios relativos en una economía inflacionaria implica que hay precios nominales que deben subir más rápido que otros y ello de por sí genera presión inflacionaria.
Vale acotar, además, que las contradicciones en que incurrió el gobierno en relación con el proceso de corrección de precios relativos son variadas. En primer lugar, junto con los precios cuidados las correcciones en el precio de los combustibles –naftas, gas oil– siguen su propio camino muy por encima del ritmo del IPC, a un ritmo que supera el 50% anual. En segundo lugar, se discontinuó el IPC, pero la metodología nueva de medición no es suficientemente transparente y ello genera nuevas dudas al haber diferencias con el índice del Congreso. Esto no ayuda a coordinar las expectativas de inflación en el escenario deseado por el gobierno. En tercer lugar, diferentes funcionarios han dado a entender diferentes estrategias respecto de qué se piensa hacer con la corrección del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias para asalariados.
Las idas y venidas son un reflejo comprensible de las tensiones con el sindicalismo aliado al gobierno pero no ayudan a cimentar las expectativas: si el gobierno reduce la presión tributaria sobre el salario, ¿cómo hará para compensar la pérdida de ingresos fiscales? ¿Aflojará el ajuste? Y, más en general, si la corrección de precios relativos (combustibles, tarifas energéticas) mantiene alta la presión inflacionaria y presiona sobre los ingresos reales de la población, ¿terminará el gobierno atrasando nuevamente esos precios aún a costa de no poder reducir el déficit fiscal?
¿Se volverá a utilizar el dólar como ancla de la inflación?
Una consecuencia directa del insuficiente reconocimiento de la inflación como obstáculo a la estabilidad es que no se ha explicitado de manera precisa qué variable cumplirá el rol de anclar los precios nominales.
En ausencia de un anuncio claro sobre la variable a utilizar para anclar la inflación, quienes toman decisiones se ven obligados a conjeturar. El hecho de que las autoridades del Banco Central hayan dejado el dólar quieto en ocho pesos durante un período en que la tasa de inflación se ubicó tranquilamente en tres por ciento mensual, alimenta la sospecha de que podría volver a utilizarse el dólar como ancla nominal.
Utilizar el dólar con esta función es contradictorio con haber pagado los costos de devaluar un 16% en dos días como ocurrió hacia fin de enero. Pero la hipótesis de que las autoridades tratarán de que el dólar se mueva menos que los precios es consistente con varias acciones que se están observando. Primero, la hiperactividad en la busca de nuevos créditos. Con más dólares se puede mantener la tregua por más tiempo. El Ministro decidió incluso visitar al FMI, a pesar de que luego aclaró que no fue a buscar nada. También habla en favor de esta hipótesis que YPF haya salido a endeudarse y aportado 1000 millones de dólares. Segundo, el Banco Central se ha puesto muy duro en la autorización de importaciones. Esto sugiere que el gobierno prefiere "equilibrar" el mercado de cambios por la vía del racionamiento directo antes que por la de corregir hacia arriba el precio del dólar oficial. Si el dólar va a ser el ancla, habrá una administración muy estricta de las importaciones de insumos y de bienes de capital. La razón es sencilla: las importaciones de energía siguen consumiendo dólares a buen ritmo.
¿Se mantendrá la astringencia monetaria?
La contrapartida de la devaluación de enero y el apriete de tasas y crédito que la siguió han producido un efecto para nada sorprendente: los indicadores de actividad están poniendo claramente de manifiesto que la economía se contraerá este año y que la recesión ya empezó. En el primer trimestre la inflación acumulada fue del 10%. Como consecuencia, el salario real ha caído en términos reales un 6% desde principios de año.
Al observar esta evolución de la economía, podría pensarse que estamos siendo testigos de las consecuencias de la implementación de un ajuste clásico por parte del gobierno. La contracción y encarecimiento del crédito y la caída del salario real se traducen en caída del nivel de actividad y esta caída genera una reducción de la demanda de importaciones que juega a favor de una recomposición de las reservas del Banco Central.
Sin embargo, en este campo también hubo contradicciones. El Banco Central decidió reducir las tasas la semana anterior y parecía que se aflojaba la restricción monetaria. Era como si luego de la huelga general las autoridades hubiesen sentido temor a un ajuste excesivo en el nivel de actividad que pusiera en una situación imposible a los sectores sindicales aliados. Esta semana, no obstante, el Banco Central dejó las tasas en el mismo lugar.
¿Seguirá el gasto público subiendo a un ritmo superior al de la recaudación?
Más allá de las dudas que pueda tener el Banco Central, lo que más diferencia el ajuste en marcha de uno clásico es que el gobierno está haciendo bastante poco para frenar el gasto público. La estrategia parece ser la de minimizar el esfuerzo fiscal aún cuando ello implique maximizar el aporte que deberá hacer el sector privado en términos de ajuste de gasto. Esta hipótesis surge del hecho de que, a pesar de las medidas correctivas en el plano cambiario y monetario, el gobierno sigue sin ajustar el gasto público. La recaudación en términos reales no está subiendo como antes mientras la marcha del gasto público supera no sólo el incremento de la recaudación sino, también, el de la inflación.
Esta estrategia fiscal implica que, de hecho, el impuesto inflacionario deberá subir: si el gasto sigue aumentando de la forma que se observa y los impuestos tradicionales no pueden seguirle el ritmo la única vía que queda es recaudar más impuesto inflacionario. Obviamente, esto implica que el Banco Central deberá seguir emitiendo dinero ya que ése es el instrumento para recaudar el impuesto inflacionario. También implica que la inflación no puede bajar mucho debido a razones fiscales. En este sentido, Capitanich hizo su aporte a las contradicciones: si los empresarios dejaran de subir los precios como él les aconsejó, le harían un flaco favor ... al gobierno que se vería privado de uno de sus impuestos más necesarios.
Probablemente, el gobierno adoptó la estrategia de no ajustar el gasto porque considera que hacer recaer todo el peso del ajuste en el gasto privado lo perjudicaría menos políticamente. Pero a medida que se vayan sintiendo los efectos de la recesión y la inflación sobre los ingresos reales, el empleo y el ánimo de los ciudadanos, probablemente esa estrategia se irá percibiendo como menos rentable políticamente.
En suma, el escenario actual es frágil por tres razones básicas. Primero, implica demandarle al Banco Central, al mismo tiempo, que emita para financiar al gobierno y que restrinja la oferta monetaria para prolongar la tregua cambiaria y apaciguar la inflación. Segundo, supone mantener el gasto público alto y emitir de manera inflacionaria y, al mismo tiempo, imponer a las firmas que cuiden los precios para anclar la inflación y suavizar la caída del gasto. Tercero, implica pretender corregir precios relativos aumentando los precios nominales sin fijar simultáneamente un ancla nominal para la inflación.
En este marco de incertidumbre, la hipótesis más razonable que puede hoy hacerse es que las autoridades tratarán de llegar a 2015 con pragmatismo y remando contra la corriente pero tratando de minimizar la incidencia del ajuste sobre la base política que se considera propia. Esta estrategia, por ser pragmática, supone ir hasta donde se pueda con el ajuste, resistir presiones y conceder o ajustar más cuando no quede más remedio. En esta línea, el cuadro que puede conjeturarse es que: (a) se utilizara el dólar como ancla nominal de los precios hasta donde se pueda y, si hubiese una nueva corrida contra el peso, se devaluará más rápido con apriete monetario; (b) se resistirá todo lo que sea posible la reducción del gasto público y, si la posición del Banco Central se hace insostenible por exceso de emisión monetaria, se reducirán más rápido los subsidios aún a costa de más recesión con inflación; (c) probablemente la restricción externa será menos acuciante que la restricción fiscal porque la reducción en el nivel de actividad y en los gastos de turismo van a ayudar; (d) se presionará todo lo que sea posible sobre el salario real a los efectos de evitar que aumente el desempleo; si la presión de los sindicatos aliados es muy alta, se operará por la vía del impuesto a los salarios corrigiendo el mínimo no imponible
Un problema de los dilemas del ajuste es que las alternativas que suelen plantear son todas deprimentes, al menos a corto plazo. Por esto la tentación de no decidir y disfrutar de la región de confort mientras dure quizá sea hoy difícil de resistir para un equipo económico que viene soportando tanto estrés. Es lógico. Pero la región de confort se acaba mucho antes de 2015 y habrá que volver a la batalla.