Vamos por las instituciones, o cómo orientarse sin el uso de brújula

2013

Todo el mundo tenía claro, en enero, que el 2013 sería un año “político” en el que las decisiones del gobierno estarían guiadas, básicamente, por el deseo de realizar una buena performance en las elecciones de octubre. El objetivo de máxima era un triunfo contundente que incluso abriera la puerta para la discusión de una eventual segunda reelección. La pregunta fundamental por ese entonces era si el gobierno tendría suficiente “espacio de política” como para maniobrar en la economía de forma de maximizar el rédito político o, al menos, controlar el daño de fenómenos que pueden ser muy dañinos desde el punto de vista electoral, como la persistencia de la inflación, las prohibiciones asociadas al cepo cambiario o la escasa dinámica en la generación de empleo.

La preocupación sobre la falta de espacio de política era ciertamente atinada a principios de año y lo sigue siendo en la medida que las restricciones sobre los recursos y los instrumentos se han ido acentuando.

En primer lugar, el gobierno no cuenta con la política monetaria para intentar controlar la inflación o la brecha cambiaria porque la emisión está determinada por la necesidad de emitir para financiar el déficit fiscal y el déficit fiscal está lejos de ser controlado. Los subsidios a la energía y el transporte siguen presionando sobre el gasto, los asalariados estatales están lejos de aceptar pasivamente las pautas que desea imponer el gobierno en las paritarias, los ajustes de las jubilaciones son automáticos.

 

En segundo lugar, tampoco existe mucho espacio fiscal. Las restricciones son tan severas que, lejos de estar en condiciones de implementar estrategias expansivas, las autoridades se han visto obligadas a tomar una serie de medidas que están más cerca del ajuste que del estímulo a la economía en un año electoral. Si bien se trata de medidas tímidas que no hacen mella en el déficit, también es cierto que están lejos de constituir un incentivo a la actividad económica; nos referimos a la no corrección del mínimo para el impuesto a las ganancias, la reducción de las transferencias a las provincias, un menor ritmo relativo de incremento del gasto y los ajustes en el precio de los combustibles que YPF implementó en pleno congelamiento.

 

En tercer lugar, las autoridades tampoco tienen mucho margen para seguir utilizando la política cambiaria como mecanismo anti-inflacionario. La estrategia de corregir el valor del tipo de cambio bien por debajo de la inflación está agotada. Por un lado, porque la erosión de la competitividad ha sido ya muy significativa y, por otro, porque el tamaño de la brecha entre el dólar oficial y el paralelo está amenazando con tornarse incontrolable. El indicador más significativo de que esta estrategia se agotó es que el Banco Central ha estado corrigiendo el valor del dólar a un ritmo bastante mayor que en el pasado y, en algunos momentos, se acercó a un ritmo anualizado que apuntaba al 20%. Por supuesto, este cambio de estrategia puede ser sumamente peligroso si no se lo acompaña de un programa contra la inflación. La razón es simple: si la inflación se movía en un entorno del 23%/25% cuando el Banco Central le imprimía a la depreciación del peso un ritmo cercano al 10%, está claro que un ritmo de depreciación de casi el doble presionará en el sentido de acelerar  la inflación. En ausencia de un plan anti-inflacionario, un aumento sustancial en la tasa de desempleo podría ayudar a deprimir la inflación en el contexto de un ajuste del tipo de cambio nominal. Pero está claro que una evolución de la economía en esta dirección sería poco compatible con una elección exitosa.  

 

Sobre objetivos e instrumentos

¿Se puede hacer que la economía ayude a la política si no se cuenta con instrumentos de política fiscal, monetaria o cambiaria? La respuesta es no. La primera clase en cualquier curso de política económica se dedica usualmente a explicar que para cada objetivo a cumplir se requiere disponer de un instrumento. Este hecho es, justamente, el que motiva los dilemas de política: como la cantidad de instrumentos es siempre limitada, el hacedor de política tiene que prepararse para decidir de la mejor forma en un mundo de dilemas. Como no se puede cumplir con todos los objetivos que se desean al mismo tiempo, hay que elegir y hay que elegir bien. En este sentido, la esencia de la política económica consiste en enfrentar dilemas y realizar compromisos. Hay, obviamente, situaciones en que la suerte ayuda y los dilemas se suavizan porque la economía es impulsada por el viento de cola, como cuando se produce un shock positivo en los precios internacionales.  

 

A ningún gobierno le gusta enfrentar las situaciones dilemáticas que crea la falta de instrumentos. Por ello muchas veces las autoridades intentan “crear” nuevos instrumentos a partir de cambios en las reglas de juego. Se modifican los arreglos institucionales a los efectos de apropiarse de los fondos que se necesitan para evitar renunciar a ciertos objetivos de política. Así, transformando las reglas de juego frecuentemente se logra que “aparezcan” fondos allí donde no los había y el gobierno logra, aparentemente, disolver el dilema. Parece magia pero no lo es: no es que aparecieron fondos de la nada sino que, al conseguirse esos fondos a costa de la estabilidad de las reglas de juego, se paga con deterioro institucional el costo de mantener políticas que no pueden financiarse. Parece magia porque los costos del deterioro institucional suelen tardar en manifestarse: declinación de la inversión productiva, salida de capitales, caída de la demanda de dinero, deterioro de las políticas públicas y exacerbación de los conflictos de interés.

 

Por ejemplo, cuando un hacedor de política cuenta con fondos fiscales limitados y tiene que decidir entre utilizar esos fondos para financiar mayor educación o mejores  jubilaciones, enfrenta un dilema. Como a nadie le gusta ser impopular, la decisión podría ser la de cumplir con ambos objetivos, aumentar el gasto, generar déficit fiscal y recurrir a la emisión monetaria para financiarlo. Parece que nadie se perjudica. Pero esto no es así: la emisión facilita la inflación y la inflación, además de ser un impuesto anti-pobre,  erosiona la estabilidad, acorta el horizonte de decisión y, con ello, debilita la inversión. Asimismo, retrasa el desarrollo financiero en la medida que destruye el denominador de todos los contratos de la economía. Ninguno de estos fenómenos se manifiesta rápidamente, pero cuando lo hacen los resultados pueden ser muy dañinos y difíciles de manejar.

 

En realidad, la manipulación de las reglas de juego para cumplir con objetivos de política tiene costos económicos enormes por una razón bastante simple: el rol central de las instituciones económicas es coordinar las acciones de los agentes económicos por la vía de acotar la incertidumbre; por la vía de hacer las decisiones anticipables y confiables. Cuando se destruyen las instituciones es difícil anticipar con cierta certeza qué curso de acción elegirán las personas o el gobierno en el plano económico y, bajo esas condiciones, es lógico que se resienta la inversión o que los contratos se pacten a muy corto plazo y haya poco apetito por tomar riesgos. Una economía que pretende funcionar sin instituciones creíbles y sin coordinación es como un barco sin brújula.

 

Los dilemas de la hora      

Tomando lo anterior en cuenta, puede decirse que la historia de la política económica kirchnerista es la historia de cómo se pasó de una situación en que los instrumentos de política abundaban a otra en que son excesivamente escasos. En efecto, durante varios años, el gobierno contó con mucho espacio fiscal y externo porque la economía generaba superávit gemelos (fiscal y de cuenta corriente). Fueron los mejores años: el gobierno podía perseguir sus objetivos de política utilizando instrumentos genuinos. La mejor forma de ilustrar este punto es constatar que en 2009, frente al shock internacional, la Argentina estuvo en condiciones de realizar una política anti-cíclica bastante agresiva, gracias a que contaba con superávit fiscal. Posteriormente, de la mano de los subsidios, la expansión fiscal y el atraso cambiario, los superávit gemelos fueron desapareciendo y, con ellos, la posibilidad de utilizar la política fiscal, la monetaria o la cambiaria para cumplir con objetivos de política tales como crear empleo o reducir la inflación. Se recurrió, entonces, al cambio de reglas de juego como método más que como excepción y esta tendencia tendió a profundizarse desde fines de 2011 en adelante.

 

Para enfrentar los dilemas de política que vinieron de la mano de la falta de recursos, las autoridades comenzaron a “crear” nuevos instrumentos a partir de tomar el control de “cajas” que no manejaban, cambiando regulaciones y leyes. Por ejemplo, ante la falta de fondos para financiar el déficit, para evitar reducir el gasto se “crearon” nuevos fondos cambiando la carta orgánica del Banco Central; para evitar la impopular tarea de hacer aprobar nuevos impuestos en el Congreso, se “crearon” recursos por la vía de no ajustar en base a la inflación ni el mínimo no imponible para los asalariados ni los balances de las empresas; con el propósito de “crear” los dólares necesarios para importar, se modificaron las reglas en el mercado cambiario imponiendo un cepo.

 

En este contexto, la economía se encuentra en una situación en que la metáfora de andar sin brújula parece bastante apropiada y, bajo esas circunstancias, los cambios de reglas de juego como método de generación de fondos están encontrando un límite. No se trata de un límite político sino de uno económico: por un lado, los recursos “creados” de esa manera están siendo mucho menores a los beneficios que generan y, por otro, el excesivo uso de la discrecionalidad sin reglas está llevando a contradicciones flagrantes entre las políticas que se implementan. Por ejemplo, es contradictorio permitir fuertes aumentos a YPF cuando está vigente el congelamiento o amenazar a las empresas con abrir más las importaciones para evitar subas de precios luego de haber generado conflictos en el Mercosur y con otros países tomando medidas proteccionistas para incentivar la industria nacional.

 

La inversión hace tiempo que está sufriendo las consecuencias de la inestabilidad en las reglas de juego y tiende ya a ubicarse por debajo de la cota de 20% del PBI. La falta de inversión, por supuesto, repercutirá en menor crecimiento futuro. Pero las consecuencias se están sintiendo también a corto plazo y en un área que es políticamente muy sensible: el nivel de actividad y la creación de empleo. Una combinación de inflación persistente con empleo poco dinámico puede ser muy costosa políticamente. Adicionalmente, las restricciones –desde el cepo hasta el congelamiento y la creación de una tarjeta para supermercados– y el mal clima que enfrenta la Argentina en el exterior (hold outs, sanciones del FMI) han hecho aumentar la brecha cambiaria hasta límites peligrosos: una caída en la demanda de dinero o tensiones políticas podrían llevarla a terrenos de peligro para la estabilidad monetaria y de los precios.       

 

Si no hay instrumentos de política y la estrategia de cambios de reglas está próxima al agotamiento, de nuestra discusión sobre objetivos e instrumentos surge que, en ausencia de un cambio de estrategias, sólo queda confiar en la suerte. Y, de hecho, es posible conjeturar que las autoridades confiaban hacia principios de año en que una buena cosecha y una reactivación en Brasil resultarían funcionales para “aguantar” hasta las elecciones con un nivel de actividad de mediocre a relativamente bueno, sin tener que recurrir a grandes cambios en las políticas en curso para lograrlo. Hoy, una cosecha menor a la esperada y un Brasil que no termina de arrancar y que, para peor, acaba de corregir al alza las tasas de interés por temor a la inflación, han desinflado esta expectativa.

 

En suma,  la situación actual no es tan buena como para permitir que el gobierno adopte una actitud pasiva en materia de política económica pero tampoco es tan mala como para anticipar que habrá un descarrilamiento antes del acto eleccionario. Sin embargo, las contradicciones en el plano de las políticas, los problemas de actividad y empleo y la inestabilidad de la brecha cambiaria hacen que sea poco aconsejable poner todas las fichas en un solo escenario. No es posible descartar cimbronazos de relevancia. Son los problemas de navegar sin brújula.     

 

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