El congelamiento de precios en Argentina: en busca de un relato que lo justifique

2013

La marca distintiva de la coyuntura es la persistencia de significativos desequilibrios macroeconómicos que se expresan de diferentes formas: 

  • Veloz incremento de la brecha entre el dólar oficial y el paralelo
  • Aceleración de la inflación en enero: anualizada supera cómodamente el 30%
  • Mayor dispersión en las expectativas de precios por aumento de incertidumbre
  • Paritarias probablemente conflictivas, con reclamos en base a inflación esperada
  • Inversión deprimida y clima de negocios debilitado por políticas discrecionales

 

En este contexto, las perspectivas respecto del nivel de actividad y, sobre todo, en relación a la creación de empleos para 2013 son mediocres, al tiempo que la inflación esperada es mayor. Se trata de un panorama poco halagüeño para el oficialismo en un año electoral. Por ello no sorprende que el gobierno haya  estado muy activo en el plano económico.

En lo que va del año se han lanzado una serie de iniciativas que combinan en dosis variables el voluntarismo –presión para que los sindicatos firmen convenios con una recomposición menor a la inflación y para que los productores desacumulen la soja que tienen sin vender– con la intervención discrecional: controles de precios por sesenta días; racionamiento aleatorio en la venta de dólares-turista por la AFIP; aumentos disfrazados en tarifas de servicios; corrección del mínimo no imponible en función de criterios de equidad tributaria no bien explicitados.   

El objetivo principal de las medidas –particularmente el congelamiento de precios y la corrección en ganancias– parece ser el de reducir la inflación a un entorno del 20% sin afectar demasiado el nivel de actividad. Cabe ser escéptico, no obstante, respecto de la capacidad de esas medidas para coordinar las decisiones de firmas, sindicatos y provincias en un escenario de inflación del 20%. Las iniciativas están poco coordinadas y no llegan a constituir un programa económico articulado, que resulte funcional para reducir la incertidumbre y disipar, así, el riesgo de que la economía se acerque a los sombríos meandros de la recesión con inflación. Evaluadas en conjunto, las medidas exhiben ciertas falencias técnicas que se discuten más abajo.

Más allá del plano estrictamente técnico, es fácil imaginar que las restricciones que encuentran los expertos del gobierno para elaborar un plan anti-inflacionario estructurado se originan, principalmente, en el campo de lo político: para un funcionario sería difícil presentar explícitamente las medidas como parte de un programa anti-inflacionario porque en el relato político oficial la inflación no existe o, si existe, es un problema menor; un efecto colateral inevitable de la implementación de lo que se considera una estrategia de audaz redistribución. De hecho, la inflación superior al 20% ni siquiera existe en las mediciones del INDEC. Así, en este punto, la lógica del relato político colisiona con los requerimientos técnicos de la economía y obstaculiza el trabajo de coordinar expectativas. Se sigue de esto que, para aumentar la efectividad de las medidas anti-inflacionarias, lo primero que se requiere es colocar la inflación dentro del relato, para decirlo con el estilo algo barroco que es tan popular por estos días. De lo contrario, para lograr un objetivo de desinflación dado se pagarán más costos en términos de recesión, desempleo y efectos redistributivos regresivos.

 

Un poquito sobre planes anti-inflacionarios heterodoxos

 En la década de los ochenta, los planes anti-inflacionarios israelí y Austral utilizaron los controles de precios como instrumentos “heterodoxos” para desinflacionar la economía. El objetivo central de esos planes era el de reducir tasas de inflación extremadamente altas y hacerlo minimizando los costos en términos de caída del nivel de actividad y desempleo.   

Tanto Israel como la Argentina de aquella época, venían experimentando tasas de inflación extremadamente altas durante períodos prolongados. Por ejemplo, en la Argentina la inflación siempre era mayor al 100% anual y podía ser tranquilamente el doble. Debido a ello, se había instalado una “inercia” inflacionaria que afectaba la formación de expectativas: los agentes esperaban que la inflación fuera muy alta porque venía siéndolo y fijaban los precios en función de ello. Enfrentado a estas condiciones, un ministro ortodoxo trataría de desinflacionar la economía reduciendo drásticamente la emisión monetaria. Las estrategias de “shock monetario” de este tipo, no obstante, tienen un riesgo: si los agentes tardan en convencerse de que el gobierno efectivamente cumplirá el compromiso de emitir menos y siguen formando sus expectativas y fijando sus precios de forma más o menos inercial, la desinflación resultará muy costosa en términos de desempleo. En efecto, si el Banco Central reduce fuertemente la emisión y los precios siguen subiendo, ello generará recesión porque, al aumentar los precios más que la oferta monetaria, caerían la oferta de dinero y crédito en términos reales, aumentarían la iliquidez y las tasas de interés y, como consecuencia, caerían el consumo y la inversión.   

El propósito de usar el control de precios y el congelamiento como instrumentos en el contexto de un plan anti-inflacionario es, justamente, evitar el sesgo recesivo. El rol de los controles es, por un lado, generar una señal creíble de que los precios dejarán de subir y, por otro, lograr una desindexación coordinada y simultánea de precios, salarios, tarifas públicas y tipo de cambio. Si esto se logra, el efecto de contracción monetaria desaparece: aún cuando el Banco Central reduzca drásticamente la emisión, como los precios dejan de crecer en forma inercial, la oferta de dinero y crédito no caen y el sesgo recesivo se mitiga.

Los controles como instrumentos de desinflación heterodoxa forman parte de la caja de herramientas con que cuenta todo macroeconomista profesional y decidir si recurrir o no a esas herramientas en una circunstancia dada es un problema técnico. No obstante, como la estabilización heterodoxa se ha prestado a malas interpretaciones, vale la pena hacer cuatro aclaraciones.

Primera: tanto en el caso ortodoxo como en el heterodoxo hay que dejar de emitir para que la inflación caiga. La diferencia de enfoque se refiere a la dinámica de convergencia de las expectativas desde un escenario de inflación alta e inercial a otro de inflación baja y economía desindexada. No se refiere, en cambio, al ritmo de emisión en el período siguiente a la implementación del programa, respecto de lo cual ambos enfoques básicamente coinciden. En la situación de equilibrio post-estabilización, la emisión monetaria debe ser igual a la suma de la tasa de crecimiento y de la tasa de inflación, variable esta última que sería baja si el plan fuera exitoso. 

Segunda: para controlar la emisión no debe haber dominancia fiscal. Esto es, si a la hora de lanzar el programa hay déficit fiscal, éste no puede financiarse con emisión. Por lo tanto, para evitar un ajuste fiscal como parte del programa hay que contar con financiamiento no monetario; hay que tener acceso a los mercados voluntarios de crédito domésticos o externos. Si no se cuenta con financiamiento, necesariamente el programa tendrá un sesgo recesivo por efecto del ajuste fiscal, independientemente de si es ortodoxo o heterodoxo. Por supuesto, el efecto recesivo podría mitigarse e incluso revertirse, si el programa resulta tan creíble que su aplicación lleva a un boom de inversiones privadas que compense el efecto del ajuste fiscal. Para que esto ocurra, con independencia del grado de ortodoxia, es vital crear confianza no ya en que las expectativas y la política fiscal y la monetaria estarán alineadas sino en que el marco institucional y su aplicación no jugarán en contra del esfuerzo privado.

  

Tercera, congelar precios creíblemente cuando existen grandes distorsiones de precios relativos es muy difícil. Por ejemplo, si el tipo de cambio real está muy atrasado los agentes anticiparán que habrá una corrección cambiaria. Esa corrección puede ocurrir porque el tipo de cambio (el valor del dólar) sube o porque los precios bajan. Pero como los precios no bajan sin grandes recesiones (ejemplo: España actual) la expectativa será que habrá una devaluación y que, por lo tanto, los precios subirán, violando los controles. Para evitar esto y posponer la necesidad de ajustar el tipo de cambio real hasta que la desinflación esté consolidada, sería necesario contar con financiamiento o ayuda externos o con un superávit de cuenta corriente pre-existente.

  

Cuarta, los programas heterodoxos sufren del problema del dia “D”. Si el congelamiento tiene fecha de vencimiento, se corre el riesgo de que todos los agentes esperen hasta ese día para corregir sus precios, evitando así quedar en malos términos con el gobierno. Si ello ocurre, habrá una aceleración inflacionaria luego del día D. Si, por el contrario, el congelamiento es sine-die, ello equivale a asumir que no hará falta nunca más corregir precios relativos, lo que está en contradicción con la esencia de una economía de mercado. Por supuesto, la forma de disolver este dilema es aprovechar al máximo el período de controles de forma tal de alinear la política fiscal y la monetaria y, hecho esto, salir gradualmente de los controles confiando en que finalmente las expectativas estarán coordinadas dentro un nuevo escenario sin inflación inercial. Un elemento clave es tener preparado un nuevo régimen para el día D, que podría ser, digamos, instalar un esquema de “metas de inflación”. 

 

El congelamiento por sesenta días a la luz de las técnicas heterodoxas

 ¿Cómo se ven el congelamiento actual y las otras medidas recientes a la luz de estos puntos? 

Inconsistencia con la política monetaria. La emisión monetaria se realizó, hacia fines del año anterior, a una tasa anualizada cercana al 40%. Ello es difícilmente compatible no ya con un congelamiento de precios sino con una inflación en un entorno del 20%, como parece ser la meta oficial. El gobierno no ha realizado ningún anuncio respecto de que la tasa de emisión se adaptará al objetivo planeado. Esto erosiona la credibilidad e impide coordinar las expectativas en el escenario deseado. 

Inconsistencia con la política fiscal. El déficit fiscal más el pago de la deuda que vence reclaman financiamiento pero las autoridades no tienen acceso al mercado voluntario de crédito. Bajo estas condiciones la única forma de cubrir las necesidades de financiamiento es vía emisión monetaria. Esto genera la expectativa de que la emisión será más parecida a la del año pasado que a la requerida para desinflacionar la economía. En otras palabras, habría que acompañar el congelamiento con un ajuste fiscal. Pero esto es difícil que pase en un año electoral. Si en este contexto ocurriera un shock positivo, como por ejemplo una reactivación mayor a la esperada en Brasil, la tasa de inflación tendería a acelerarse. Un mayor nivel de actividad sin ajuste fiscal haría que la demanda presione más sobre una oferta no muy elástica.      

Precios relativos distorsionados. El tipo de cambio real se ha atrasado marcadamente en los últimos años. El signo más evidente de que ello es así es que el gobierno impuso el control de cambios. Si el valor del dólar fuera el de equilibrio, no habría un exceso de demanda que obligara a instalar un cepo. Otro signo en igual sentido es que desapareció el holgado superávit de cuenta corriente de la década pasada. También están fuera de línea los precios de los servicios subsidiados. La evidencia en este caso es la desaparición del superávit fiscal. El gobierno reconoce esto y anticipó que el tipo de cambio nominal subirá un 20%. Pero esto equivale a corregir los precios relativos en pleno congelamiento. Ello juega en contra de la efectividad del mismo. La situación empeorará si hay, además, ajustes de tarifas de servicios o si se ensancha la brecha cambiaria. Nótese que un componente importante de la estabilización heterodoxa es la fijación del tipo de cambio nominal. La existencia de un dólar paralelo equivale a tener el mercado segmentado entre un dólar administrado y otro flexible. Cuanto mayor sea el peso de este último en la formación de expectativas de precios, menor será la eficacia del congelamiento. Otras experiencias indican que si la brecha es muy amplia, el gobierno termina devaluando, como lo indica el caso reciente de Venezuela. Los agentes anticipan esto al decidir precios y, por ende, la brecha actúa como un indicador de la probabilidad de que el gobierno no siga las pautas que fijó para administrar el tipo de cambio.     

Credibilidad débil. Lanzar un congelamiento sin decir claramente que es parte de un esfuerzo generalizado para reducir la inflación y sin informar cuáles son los precios que se congelaron, de forma que sea posible comprobar si los precios se mueven erosiona la credibilidad de la medida. En relación con esto, la prohibición de publicidad de las promociones de los supermercados juega en contra del éxito de la iniciativa y no a favor porque opaca en vez de transparentar. Aún a costa de incrementar la rentabilidad de la prensa, sería mejor publicar listas con los precios acordados. Una externalidad positiva adicional sería la de brindar financiamiento a la libertad de prensa.   

Riesgo del día D. Como la medida es por sesenta días, aumenta el riesgo de que el día 61 haya una aceleración de la inflación al coordinarse en simultáneo todos los ajustes de precios. Nótese que normalmente los ajustes de precios están solapados y no ocurren al mismo tiempo. De esta forma, aún cuando en el día 61 se den los ajustes que no se dieron antes, al estar coordinados en un punto del tiempo se tendrá la sensación de que la inflación se aceleró violentamente al terminar el período. 

Las condiciones no se asemejan a los ochenta. La inflación actual no es comparable por ser muy inferior, el grado de inercia es relativamente bajo porque los contratos no están formalmente indexados y si bien no hay acceso al crédito, la deuda pública es manejable. Bajo estas condiciones, recurrir a controles y congelamiento probablemente no sea tan  necesario para coordinar las expectativas. Pero, independientemente de esto, dado que un plan heterodoxo requiere medidas fiscales y monetarias consistentes con la meta de inflación que se busca y dado que la porción heterodoxa ya se implementó, sería conveniente que el gobierno complemente el paquete con medidas de consistencia fiscal y monetaria. En este sentido, no deberían despreciarse las lecciones de las experiencias de control de precios técnicamente más sofisticadas del pasado. Un hecho particularmente relevante en ese sentido es que el Plan Austral fracasó pero el Israelí, no. En el primer caso, el uso de los instrumentos heterodoxos no pudo ser acompañado de los fundamentos fiscales y de financiamiento externo necesarios. En el segundo, sí.  

En suma, la mezcla de voluntarismo e intervencionismo en la factura de las políticas y la ausencia de un programa articulado para la inflación no son nuevas y son coherentes con lo que el gobierno ha venido haciendo. La diferencia específica de la coyuntura actual es que el margen para el error se ha achicado mucho debido a que el contexto cambió: por un lado, tanto la brecha fiscal como la externa están hoy operativas y, por otro, la inflación y los precios relativos están muy desacomodados. Las inconsistencias fiscales, monetarias y cambiarias observadas en los últimos años se reflejaron en la pérdida de los superávit fiscal y de cuenta corriente y en la aceleración de la inflación. La economía ha venido metabolizando durante un período esos negativos cambios   porque había margen fiscal y externo. Hoy esos márgenes no están.

Enlace externo