Los conflictos sociales en Brasil asociados en un principio al ajuste en los precios del transporte en varias ciudades y luego con una queja más general y diversa sobre la corrupción y los mecanismos de representación de la política contrastan con la imagen que la comunidad internacional tiene del país vecino: un país con importantes mejoras en los indicadores sociales, que ha ampliado la clase media del 40% de la población en 2003 al 53% de la población en 2010. ¿Qué está ocurriendo en Brasil? Hay múltiples respuestas posibles, pero todas tienen en común un rasgo de la economía brasilera que es clave: la desigualdad. Si tomamos como medida a los ingresos, Brasil es uno de los diez países más desiguales del mundo, y eso ha sido así desde que existen estadísticas comparativas. La conexión entre la desigualdad y las revueltas recientes tiene al menos tres canales.
El primero se refiere a los efectos no deseados del esquema de política macroeconómica que se consolidó durante el gobierno de Lula da Silva, y de los cuales Dilma Rousseff no logra despegarse. Si bien el plan de Lula fue exitoso para mantener bajo control a la tasa de inflación, reducir el riesgo cambiario y lograr una fuerte reducción en la pobreza absoluta, la estrategia mostró sus costados flacos en dos hechos relacionados: altas tasas de interés –llegó a ser la más altas de los países del G20 en 2007-08- y fuerte apreciación cambiaria –de acuerdo a datos del Banco Mundial ocupó el primer puesto mundial en la dinámica de apreciación real entre 2003 y 2010-. La desigualdad se alimenta al menos por dos efectos. Por un lado, la apreciación cambiaria presiona a la primarización de la estructura económica y exportadora, y por lo tanto vuelca la distribución del ingreso a favor del insumo más utilizado-los recursos naturales-en detrimento de otros-como el trabajo. Por otro lado, el encarecimiento en el costo del capital desincentiva la inversión en sectores que son clave para que la economía deje de pertenecer al grupo de los ingresos medios, como es el caso de la infraestructura.
Uno podría objetar que el esquema de altas tasas de interés y apreciación cambiaria logró sus objetivos, y que la reducción de la desigualdad es materia de la política fiscal antes que de la política monetaria. Después de todo, una de las principales razones para que exista la política fiscal es por su tarea redistributiva. Sin embargo, aquí viene la segunda particularidad del Brasil de los últimos años: el accionar de la política fiscal no ha sido progresiva en términos de sus efectos sobre la desigualdad. Las altas tasas de interés afectaron a las cuentas públicas, y en un contexto donde los gobiernos de la región redujeron marcadamente sus costos financieros, el gobierno de Brasil gastó entre 5% y 6% del PBI generando dos efectos importantes: reduciendo el espacio fiscal y aumentando el peso sobre generaciones futuras. La reducción del espacio fiscal es clave si se tiene en cuenta que el principal plan social de asistencia focalizada, el plan Bolsa Familia, insume apenas un 1%, es decir, 5 veces menos que el pago de intereses de la deuda.
El efecto de la política fiscal es incluso el contrario al esperado: mientras en un país como Alemania la desigualdad de ingresos (medida por el Gini) cae a la mitad una vez que se corrige por las transferencias netas del gobierno, en Brasil la desigualdad de ingresos es más alta una vez que el gobierno implementó las políticas redistributivas. De hecho, un reciente estudio del Instituto de Pesquisa Economica Aplicada (IPEA) muestra que una política fiscal expansiva, sea por una reducción de impuestos o un aumento proporcional en los ítems del gasto público, tiene un efecto regresivo sobre la distribución del ingreso (es decir, hace que los ricos sean más ricos y los pobres más pobres).
Este hecho nos deriva a una última pregunta: ¿por qué los equilibrios políticos democráticos reproducen la desigualdad? Guillermo O’Donnell, alguna vez director del CEDES, contrastaba hacia mediados de los ochenta los comportamientos asociados a las jerarquías y las conciencias sobre desigualdad en Brasil y Argentina. Partía de la base de una frase del antropólogo brasileño Roberto da Matta que decía “¿Sabe Usted con quién está hablando?”. Mientras en Brasil, dice O’Donnell, se trata de una pregunta retórica, que no admite respuesta, en Argentina la respuesta sería algo como “y a mí qué me importa”. Concluía O’Donnell que en ambos casos “la jerarquía quedó violentamente marcada y por ambos reforzada”, pero en el caso argentino “también quedó, en el mismo acto, cuestionada en su vigencia”. Quizás el cuestionamiento de esa jerarquía (que incluye muchas dimensiones, como la racial) es lo que ha empezado con las revueltas en curso.