La inflación del Congreso en setiembre fue del 2.1% (28% anualizada). El impulso provino en buena medida de los alimentos. Este patrón inflacionario no sorprende dado que el gobierno ha acelerado este año la depreciación del dólar oficial para evitar que la pérdida de competitividad se profundice y ello encarece los alimentos que son bienes transables. La mayor depreciación, no obstante, no ha sido suficiente ni para reducir la caída de reservas –que llegó al impactante valor de 1850 millones de dólares en setiembre– ni para achicar la brecha entre el dólar oficial y el paralelo, que se ubica ya cerca del 70%. Esto tampoco sorprende cuando se considera que el déficit energético de agosto fue de 1200 millones y que la cuenta de turismo sigue con el grifo abierto.
La emisión monetaria no dejó de hacer su aporte. Los requerimientos del tesoro sumaron a la emisión en un solo mes 19.000 millones y no hay perspectivas de que la emisión vaya a suavizarse por este motivo. Se corrigieron el impuesto al salario, las jubilaciones y la asignación universal. Todo muy necesario, pero sin financiamiento. La emisión de setiembre debida al Tesoro supuso poner en circulación nuevos pesos por el equivalente a 1950 millones de dólares (al valor del paralelo) y 3.250 millones (al valor del oficial). Es cierto que las autoridades esterilizaron buena parte de este aumento colocando bonos del Central. Pero si la emisión asociada al déficit aumenta continuamente el poder de fuego de quienes deseen comprar dólares no puede esperarse que la presión sobre el dólar y, por ende, sobre las reservas, se reduzca.
Urgido por estas circunstancias, el gobierno ha dado algunos pequeños pasos para acceder a nuevas fuentes de financiamiento. Sigue prometiendo un nuevo índice para aplacar al FMI y negoció algunos de los juicios del CIADI. Esto destrabó créditos de organismos. El Banco Mundial comprometió 3000 millones en tres años. Ante un drenaje de 1850 millones de dólares mensuales esto tiene sabor a poco, por no decir a nada.
Si las reservas caen, no hay acceso fluido al crédito, un mayor ritmo de depreciación no alcanza para recomponer la competitividad, la inflación se acelera y los alimentos suben de precio erosionando el poder adquisitivo de los segmentos de menores ingresos, la conclusión es obvia: la economía está transitando un rumbo que no es sostenible.
Es natural, por lo tanto, que se de por descontado que el gobierno se verá obligado a implementar medidas correctivas luego de la elección del 27 de octubre. Las especulaciones son variadas: ¿cambio pro-mercado, empezando por negociar con Repsol y el Club de París? O, ¿(bastante) más de lo mismo, empezando con más represión cambiaria? Difícil decirlo. Pero hay una predicción que puede ser hecha sin temor a equivocarse: cualquiera sea el paquete, tendrá que haber medidas efectivas para frenar la caída de reservas.
No hay forma de equivocarse: parar el drenaje de dólares es urgente y es importante para evitar males mayores. Si el ritmo de caída de setiembre se proyecta hacia el futuro, las reservas se acabarían en aproximadamente un año y medio. Si se toma el promedio de caída mensual desde principios de año (alrededor de 950 millones) durarían más. Pero es bien sabido que las reservas no pueden llegar a cero. Mucho antes de eso se producirían desequilibrios severos en el mercado de cambios. Si bien es cierto que es difícil decir cuál es el punto crítico, cualquier indicador que se utilice arroja resultados que no dejan lugar para una actitud pasiva. El indicador tradicional de 3 meses de importaciones sugiere un mínimo de reservas de no menos de 19.000 millones de dólares. El indicador de 20% de M2, ubica el mínimo en un valor similar: 18.500 millones.
Y hay que considerar que estos indicadores no son de los más estrictos. Luego de los episodios de sudden stop y crisis de los noventa y de las crisis en los desarrollados más recientes, los países emergentes han aumentado sus tenencias de reservas de manera significativa para poder resistir salidas de capital de magnitud. Siguiendo la llamada "estrategia de autoseguro", hoy las reservas se ubican fácilmente en el 15% del PBI en los países integrados en los mercados de capital internacional, como es el caso de Brasil. En realidad, nuestro país llegó a tener 15% del PBI en reservas y en ese momento funcionaba sin cepo. Para cumplir con un requisito de 15% del PBI, si tomamos el PBI del año pasado, hoy necesitaríamos reservas por más de 70.00 millones. Justamente porque no podemos cumplir con esto es que se colocó el cepo en 2011, cuando las reservas perforaron el 10% del PBI en un contexto de salida vertiginosa de capitales. Hoy las reservas son 7% del PBI. A principios de 2003, luego de la crisis, eran de 10% del PBI de 2002. Para levantar el cepo con este nivel de reservas, habría que dejar flotar el tipo de cambio.
Se puede elegir el umbral crítico que a uno le parezca más intuitivo. Pero no parece descabellado pensar que al ritmo actual de pérdida de reservas, el punto crítico se está acercando mucho más rápido que el 2015. Esto es, si medimos el tiempo considerando que las reservas hacen el mismo trabajo que un reloj de arena, el 2015 está lejísimo.
Un poquito de especulación ... analítica
Si ocuparse de la caída de reservas es inevitable, ¿cuáles son los factores en juego? Para iluminar este punto puede ser útil realizar un experimento mental: ¿qué ocurriría si el dólar se ubicara en su valor de equilibrio, con la instauración de un régimen de libre flotación?
La libre flotación solucionaría drástica y rápidamente el problema de la caída de reservas. El Banco Central dejaría de perder reservas porque, por definición, un régimen de tipo de cambio flexible funciona con variación de reservas cero, ya que el Banco Central no interviene en el mercado de cambios. La experiencia argentina sugiere que cuando se deja flotar el dólar en el mercado cambiario, luego de un período breve pero estresante de "ruido" especulativo, el dólar tiende a estabilizarse en un nuevo valor de equilibrio. Por supuesto, si la flotación se hiciera con eliminación del cepo (sin desdoblamiento cambiario), habría que estar dispuesto a convivir con un dólar que por un tiempo sería elevado, hasta que se corrigieran los desequilibrios que se vienen arrastrando desde la imposición del mismo. A corto plazo, el precio del dólar reflejaría no sólo las necesidades de importación sino, también, la demanda de dólares para atesoramiento y giro de dividendos al exterior.
¿Sería un dólar carísimo? Antes de apresurarse a contestar esta pregunta hay que considerar cuatro cosas: (a) el incremento del valor del dólar afecta la liquidez en pesos; (b) la depreciación cambia los precios relativos aumentando la competitividad y reduciendo el salario real; (c) el tamaño de la demanda de dólares para atesoramiento y el acceso al crédito externo dependen de la confianza ("clima de inversión"); (d) la devaluación cambia ingresos y gastos del gobierno.
(a) Liquidez. El incremento del precio del dólar licúa el valor en dólares de los pesos existentes. Por ejemplo, si el dólar flotara hasta alcanzar un precio menor al del dólar blue pero que fuera 50% más caro que el valor oficial actual, el poder adquisitivo en dólares de los pesos en manos del público caería en un 33% (de más está decir que esto no es una predicción; la cifra se eligió porque es fácil hacer las cuentas). Esta caída del poder adquisitivo del peso significaría reducir en un tercio el poder de fuego de los especuladores. Es como si el gobierno realizara una contracción monetaria fortísima. Por supuesto, también caería el poder adquisitivo para hacer turismo e importar y la capacidad de ahorro en dólares de la población se contraería fuertemente; habría poca capacidad para atesorar. Esto ya pasó muchas veces, en todas las crisis cambiarias que tuvimos y no tomarlo en cuenta es, justamente, la razón por la cual mucha gente ha comprado dólares caros en las crisis. Se dejan llevar por la teoría de la profecía auto cumplida: si se libera el mercado, todo el mundo pensará que el dólar va a subir de precio y como todo el mundo piensa eso el dólar sube, etc. Este razonamiento es erróneo porque no toma en cuenta la contracción de liquidez que se produce naturalmente cuando se deprecia la moneda. El dólar sube hasta que se acaba la liquidez para seguir comprándolo.
(b) Las cuentas del gobierno. Nótese que el gobierno tendría una ganancia por única vez sobre todas las reservas que tiene en el Central, ya que la depreciación haría que sus dólares valgan 50% más en pesos. Esto implica que si el régimen de flotación se instaurara cuando las reservas fueran de 20.000 millones dólares, ello daría un beneficio de 6.600 millones de dólares al Banco Central. Nada mal. Algo así como dos veces los créditos que acaba de conseguir el gobierno del Banco Mundial, pero en cash y sin tener que darle bonos a los demandantes ante el CIADI. En otras palabras: los pesos hoy acumulados en los bancos y los bolsillos que no pueden comprar dólares para atesorar o girar dividendos al exterior serán licuados con un impuesto que se cobrará de una sola vez.
El gobierno también se beneficiaría por los impuestos que cobra al comercio exterior; en particular las retenciones. Sin embargo, sus egresos aumentarían de manera automática debido a los subsidios: una devaluación incide de manera plena sobre el precio de las importaciones de energía. Esto quiere decir que la devaluación debería ir acompañada por un incremento en las tarifas, para evitar que la depreciación erosione las cuentas fiscales. Hoy por hoy, el gobierno gasta más en subsidios que lo que recauda por retenciones. A esto, por supuesto, habría que agregar los efectos indirectos de los cambios en los salarios y la recaudación, por variaciones en el nivel de actividad. La conclusión evidente es que cualquier proceso de cambios de precios debería ir acompañado de un monitoreo muy cuidadoso de las cuentas fiscales. Si el gobierno emite dentro de un régimen de tipo de cambio flexible, el efecto de contracción de liquidez no actúa a pleno pues la autoridad monetaria repone los pesos que el aumento del dólar licúa, incurriendo en el riesgo de espiralizar la depreciación y la inflación.
(c) Precios relativos. Los precios relativos cambiarían en favor de la competitividad. Además de caer el turismo y las importaciones, aumentarían las exportaciones y sería más negocio sustituir importaciones. Aunque hay que considerar que el efecto competitividad sólo ocurriría con un rezago. En el momento de reacomodamiento al nuevo régimen, el efecto más fuerte vendría por el lado de la contracción de liquidez y la caída de importaciones y turismo.
Por supuesto, las consecuencias de la restricción de liquidez y del cambio de precios relativos sobre la economía doméstica serían sustanciales. El salario real y el consumo de asalariados y personas que dependen de pagos del gobierno (jubilaciones, AUH) se hundirían, lo que tendría efectos recesivos y negativos sobre la distribución del ingreso. Perjudicaría también a los productores de bienes no transables (particularmente, servicios). Además, los alimentos se encarecerían fuertemente. Esto ocurrió siempre.
Pero no hay que apresurarse a vaticinar que todos los efectos del cambio de precios relativos sobre el nivel de actividad serían negativos: en una economía en que los agentes económicos poseen ingentes cantidades de dólares atesorados, la devaluación induce efectos riqueza positivos muy fuertes. Por ejemplo, sólo en 2011 se fueron unos 21.500 millones de dólares. Quienes tengan esos dólares tendrán una ganancia en pesos de 7.100 millones; esto es incluso más que lo que ganaría el Banco Central con la depreciación que estamos considerando como ejemplo. Pero eso es sólo un año. Se calcula que lo que se fue en 2011 es sólo un octavo de lo que son las tenencias de activos externos de residentes. El efecto riqueza sería enorme y en macroeconomía se sabe que ese efecto es un poderoso incentivo del consumo. Por no tener en cuenta este efecto, muchos se sorprendieron de lo rápido que se reactivó la economía argentina luego de la devaluación del 2002, cuando también los particulares contaban con acrecidas tenencias de dólares que habían acaparado antes de la crisis. Se hablaba de que la reactivación que comenzó a fines de 2002 sólo era el "rebote del gato muerto". No se tuvo en cuenta que el gato rebotó, al caer, sobre un colchón de dólares. Si, obvio, de la distribución del ingreso ni hablar: el efecto riqueza reforzaría las consecuencias negativas al favorecer a los sectores de mayor ingreso, que son quienes tienen activos externos. Esto también se vio luego de la crisis de 2002: reactivación con pobreza.
(d) Clima de inversión. La confianza entra en este punto en el cuadro porque también podría influir dramáticamente sobre los resultados del cambio de precios relativos. Dos puntos son clave.
Primero, cuanto mayor confianza generara el nuevo esquema, mayor sería la inversión y la disposición a otorgar crédito externo para aprovechar las nuevas oportunidades de una economía más competitiva. La inversión y el crédito crean demanda y crean empleo y, de esa forma, se amortiguarían los efectos recesivos sobre la actividad y la distribución del ingreso.
Segundo, cuanto mayor la confianza en el nuevo régimen, menor la demanda de dólares para atesoramiento y menor el incremento del precio del dólar. Justamente, debido a que en los últimos años se han atesorado cantidades exageradas de dólares en función de la desconfianza no es poco realista esperar que si se recompone el clima de inversión habrá entradas importantes de dólares. Nótese, en este sentido, que quien quiera aprovechar su mayor riqueza en dólares y decida gastar en la Argentina, traerá dólares. Traerá dólares el que decida comprar una casa y quien decida refaccionarla aprovechando los salarios más bajos. Es más, no es difícil imaginar un contexto en que podría ser difícil evitar que la moneda se apreciara si el efecto confianza fuera "excesivo". ¿Exagerado? Miremos al vecino: cuando asumió Lula, la desconfianza en lo que se esperaba de su gestión llevó el dólar a estar bien por encima de tres reales; luego, el efecto confianza lo puso por mucho tiempo por debajo de dos. Y sí, incluso si se va por todo, hay que ir despacito.
En síntesis nuestro experimento mental indica que la situación llevaría más o menos rápido a un dólar más caro, menos importaciones y menos viajes y más exportaciones si el ambiente diera para que los productores respondan a los incentivos. Habría fuerzas recesivas importantes y seguramente efectos negativos sobre la distribución del ingreso. Luego de un tiempo, si se recompusiera el clima de inversión, empezarían a "sobrar" dólares. Cuanto mayor fuera la confianza y más rápido se recompusiera, menor sería la necesidad de ajuste en el nivel de actividad y en los salarios pues la depreciación requerida para parar la salida de reservas sería menor. Lo que hiciera el gobierno sería crítico para el resultado final. Primero, debería monitorear cómo le va con los cambios de precios relativos de forma de no generar desequilibrios fiscales nuevos; segundo, debería generar certidumbre y mejorar el clima de inversión; tercero, debería actuar con decisión para amortiguar los efectos distributivos y proteger a quienes son socialmente vulnerables.
Las restricciones políticas
Llevar este experimento mental a la práctica e imponer un régimen de flotación para corregir las distorsiones sería muy riesgoso desde el punto de vista político pues los costos caerían desproporcionadamente sobre sectores muy vulnerables socialmente. La caída del salario real y del nivel de actividad en el sector no transable así como el incremento del desempleo podrían ser muy significativos. Incluso si el período de desequilibrio fuera relativamente breve gracias a los efectos riqueza y la recuperación de la inversión, hay que considerar que las consecuencias serían intensas y sus repercusiones sociales y políticas difíciles de manejar. Más allá de esto, el experimento mental es útil para señalar cuáles serán los factores que deberán ser tenidos en cuenta luego del 27 de octubre a la hora de pensar cómo estabilizar las reservas. Los siguientes puntos merecen ser subrayados.
Primero, la opción de no hacer nada podría llevar a una situación en que las reservas fueran tan bajas que la necesidad de una mayor flotación se impusiera de hecho, con o sin desdoblamiento cambiario. Como las consecuencias serían muy negativas, el mayor incentivo político para instrumentar un paquete coherente es, justamente, evitar una situación de ese tipo.
Segundo, teniendo en cuenta las preferencias reveladas de las autoridades, para evitar una corrección brusca en el tipo de cambio se buscará probablemente actuar con controles sobre turismo y reducciones en la demanda de importaciones de energía. Para encarecer el turismo de manera selectiva los dos caminos más fáciles son mayor imposición o desdoblamiento cambiario. Para energía, probablemente se busque reducir la demanda eliminando subsidios y encareciéndola, sobre todo para los segmentos de mayor ingreso.
Tercero, junto con lo anterior también podría intentarse un mayor control sobre las importaciones. Pero esta forma de "conseguir" dólares no va a ser fácil de sostener. Tiene dos desventajas serias. La primera es que reduce el nivel de actividad por falta de insumos y acelera la inflación al reducir la oferta de bienes. No evitaría el estancamiento del empleo y daría lugar a un penoso proceso de inflación con muchas fuerzas recesivas en acción. La segunda es que, a diferencia de una depreciación, al no corregir los precios relativos, se pagaría el costo de la recesión sin el beneficio de mejorar la competitividad. Además, mayores controles en el contexto de una posición política debilitada es difícil que funcionen.
Lo anterior implica que para no tener que exagerar los controles de importaciones el gobierno tendrá que seguir depreciando el tipo de cambio nominal a un ritmo superior a la diferencia entre la inflación doméstica y la inflación de nuestros socios comerciales. Como esto pondrá presión sobre la inflación, un requisito mínimo de éxito es ocuparse de ella.
Cuarto, ocuparse de la inflación significa cambiar de régimen de políticas. Por un lado, lograr consensos básicos para coordinar las políticas de ingresos (negociación salarial, provincias) y, por otro, ganar mayor control sobre la emisión monetaria y sobre su causa básica: el déficit fiscal. En términos más técnicos, habría que pasar de un esquema de dominancia fiscal, donde la emisión es determinada por el déficit, a un régimen donde el objetivo dominante es cerrar la brecha externa combinando políticas pro-competitivas con iniciativas para recomponer el acceso al crédito externo, la repatriación del ahorro y la inversión extranjera directa.
Quinto, en la medida que la opción elegida tenga un componente exagerado de controles e intervenciones, el clima de inversión mejorará menos. Y ya vimos que cuanto menos confianza, mayor el ajuste que se necesita pues será menor la inversión y la generación de empleo y mayor el deterioro en la distribución del ingreso.
En suma, la verdadera cuestión, entonces, no es qué debe hacer el gobierno sino cómo lo hará. Si, para frenar el drenaje de reservas, optara por más de lo mismo (más represión de importaciones, etc.) aumentará el riesgo de que la transición hasta 2015 sea penosa; signada por las tendencias recesivas, la inflación y la falta de inversiones. Si, en cambio, pasa de un régimen de dominancia fiscal a otro donde lo que domina es el objetivo de recomponer la competitividad y la oferta de dólares probablemente el camino sería menos difícil.
Como el cambio del régimen de dominancia fiscal reclamaría reasignaciones de gastos, cambios en subsidios e impuestos y políticas para controlar la inflación, difícilmente ello podría hacerse sin buscar consensos políticos mínimos con las fuerzas que no participan del gobierno y con los gobernadores. ¿Es imaginable un escenario así para después de octubre? Cada uno es libre de hacer hipótesis. Pero mientras el reloj de arena siga funcionando, es fácil imaginar que aumentará la probabilidad de que se materialice lo que sólo debería ser un experimento mental. La historia macroeconómica argentina está de testigo.