La reunión se lleva a cabo en Huangshang Golf Resort de las montañas amarillas de China. Pasada media década del inicio de la crisis global, delegaciones de los países de los cinco continentes se congregan en el hotel para discutir esquemas de cooperación internacional, aunque se sabe que la clave está en las discusiones del “G2”, es decir, de Estados Unidos y China. Se debate allí sobre el “traspaso de mando”, del país americano al gigante asiático que en 2020 lo superará en tamaño (si no es que ya lo ha hecho en valores de Paridad de Poder Adquisitivo) y es el principal socio comercial de más de la mitad de los países del mundo. La participación de los demás países en la reunión está más que justificada, en tanto se busca que las fricciones de dicho traspaso no dañen a la economía global.
Esa reunión nunca existió. La ficción relatada no es otra cosa que una reedición exageradamente literal del acuerdo de Bretton Woods, en New Hampshire, en julio de 1944. Allí Gran Bretaña cedía el liderazgo global a los Estados Unidos, lo cual incluía el “exorbitante privilegio” de proveer la moneda para los pagos internacionales, al tiempo que se delineaban las instituciones multilaterales (FMI, BM y OMC) que luego fueron clave para que en las tres décadas siguientes no hubiera crisis financieras sistémicas, se minimizara el incentivo a la guerra de divisas tan usual a la salida de la Gran Depresión y quizás más importante, se lograra un período de expansión global con pocos precedentes. En la actualidad, los comportamientos de los dos países dominantes están lejos de promover este tipo de acuerdos, y de allí se derivan los principales focos de la inestabilidad actual (y de las que vendrán).
Miremos a China. La estrategia de crecimiento de China se basó en mantener un tipo de cambio competitivo y auto-asegurarse frente a los vaivenes de la economía internacional a través de la acumulación de dólares y bonos norteamericanos como activos de reserva. Por supuesto, esta estrategia no generaría demasiado revuelo si se tratara de un país pequeño, pero representa un cambio estructural para la economía global al tratarse de un país con una población cuatro veces mayor a la de Estados Unidos y un crecimiento del PBI por habitante también cuatro veces mayor. Las presiones de competencia en los mercados globales de manufacturas, la aparición de los desbalances globales, la baja en las tasas de interés internacionales y el exceso de demanda de activos libres de riesgo son las marcas del “efecto China” en la economía global.
Pasemos a Estados Unidos. La estrategia de crecimiento de los Estados Unidos se basó en aprovechar su exorbitante privilegio: vivir “de prestado”, acumulando fuertes déficit de cuenta corriente. Nuevamente, esto no sería un problema si se tratara de una economía pequeña, pero al ser Estados Unidos, altera los mercados financieros globales en tanto la economía norteamericana se convirtió en el principal importador de capital, a contramano de lo que la teoría sobre los flujos de capital predice. Como toda economía madura, el retorno marginal de cada dólar invertido allí es menor que en las economías emergentes. Dicho de otra manera, cada dólar que se presta en Estados Unidos contiene mayor riesgo del que se piensa. La masificación de la securitización de las hipotecas y otros instrumentos financieros no puede pensarse en forma independiente a este rol de los Estados Unidos en la economía global.
Pero además, Estados Unidos, junto con Europa, ha bloqueado sistemáticamente los intentos de reforma de las instituciones globales, en las cuales el reparto de poder interno se relaciona cada vez menos con el reparto de poder en la economía global. A los ojos de Harry Dexter White y John Maynard Keynes, los creadores de Bretton Woods, sería sorprendente cotejar los críticos reportes de artículo IV de FMI sobre China con el comportamiento del país asiático, así como también las señales de alarma de los Global Financial Stability Reports de 2005 y 2006 sobre los mercados Subprime con el achicamiento del perímetro regulatorio en los Estados Unidos.
En suma, el mundo se debate entre dos economías líderes que juegan un juego que aumenta en vez de disminuir los riesgos globales. Seguramente habría que incluir a Japón y Alemania en este cuadro, pero el resultado no cambiaría demasiado. Y en el medio están las instituciones globales, que destacan menos por sus errores que por su escaso poder de fuego. Hacia delante, el status quo no es deseable: si este esquema no se modifica y no se reedita algo de lo mencionado en el primer párrafo de esta nota, la seguidilla de eventos de inestabilidad global post-Bretton Woods, iniciada con la crisis de la deuda latinoamericana de los ochenta, continuará en el futuro.
* publicado en el semanario El Economista.