Comercio internacional y cambio climático: ¿una colisión inevitable?

2011

Las reuniones de Copenhague y Cancún a fines de 2009 y 2010 marcaron el reconocimiento formal de que un acuerdo global para enfrentar el cambio climático es altamente improbable. Muy probablemente esto se confirmará en Durban a fines de este año. El tratamiento de “la más grande falla de mercado global” que haya conocido la humanidad, para usar palabras las de Sir Nicholas Stern, tiene demasiadas complejidades como para ser abordada satisfactoriamente en un contexto caracterizado por la incertidumbre, las transferencias inter-generacionales, las responsabilidades históricas asimétricas y fuertes disparidades en los niveles de desarrollo. La “demanda de cooperación” existe, pero la ausencia de liderazgo resulta en una “oferta de coordinación” que está muy por debajo de la necesaria.

Esta nota parte del diagnóstico de que un acuerdo global difícilmente se alcanzará en un plazo razonable (diez años). Sin embargo, que el problema no vaya a enfrentarse adecuadamente no es lo mismo que afirmar que el problema no existe. En efecto, ya hay suficiente evidencia científica sobre el aumento de la temperatura media, el papel de la sociedad industrial detrás de ese aumento y la necesidad de tomar medidas en un futuro próximo debido al carácter inercial de las consecuencias de la acumulación de gases de efecto invernadero (GEI). Dado que el problema existe, la ausencia de cooperación conducirá de manera inevitable a respuestas nacionales o regionales heterogéneas. El problema de este enfoque descentralizado y heterogéneo es su potencial conflicto con el régimen multilateral de comercio, una paciente construcción de detalles que ya tiene más de seis décadas.

 

Los instrumentos para promover una reducción en la emisión de GEI son básicamente tres. El primero es poner un precio a las emisiones, lo que puede hacerse limitando la cantidad de emisiones permitidas (y creando mercados de emisiones que pongan un precio para los permisos) o fijando un precio a las emisiones, por ejemplo a través de un impuesto. La segunda opción ha sido poco utilizada, especialmente por razones políticas. La creación de mercados de emisiones, en cambio, otorga derechos de propiedad y transfiere recursos a quienes tienen resultan beneficiarios de los permisos (especialmente si se conceden gratuitamente, como ha sido el caso hasta ahora en la Unión Europea). Ya sea que los permisos se subasten (como prevé la nueva Directiva europea que regirá a partir de 2013) o que se aplique un impuesto, habrá efectos sobre los productores domésticos. Estos efectos podrán tener consecuencias ambientales (incentivos para desplazar emisiones desde jurisdicciones reguladas a jurisdicciones no reguladas, la llamada “fuga de carbono”) y/o económicas (afectar negativamente la competitividad y el empleo). La aplicación de cualquiera de estas medidas, por consiguiente, muy probablemente deberá acompañarse de mecanismos compensatorios que impongan cargas similares sobre los productores extranjeros. Todos los proyectos de ley que se trataron en el Congreso norteamericano en los últimos años preveían la posibilidad de tales medidas y, si bien aún no son parte del arsenal de medidas bajo consideración en la Unión Europea, tienen firmes defensores en varios de los gobiernos de la región (como el francés).

 

Un segundo instrumento son los subsidios a la producción y el desarrollo de bienes y tecnologías con bajo consumo de carbono, un enfoque que ha sido adoptado predominantemente en Estados Unidos. El paquete de estímulo fiscal que lanzó el presidente Obama poco después de asumir la Administración para combatir los efectos de la crisis incluyó, por ejemplo, generosos recursos para subsidiar tecnologías de energías más limpias. La concesión de subsidios altera las reglas de competencia en el mercado mundial, como bien lo atestigua el caso de la agricultura o las aeronaves de cabina ancha.  

 

Finalmente, un tercer instrumento son las regulaciones públicas y privadas. Las normas de eficiencia energética para automóviles, productos electrodomésticos o biocombustibles apuntan en ese sentido. Lo mismo puede decirse de iniciativas privadas que discriminan bienes según su “huella de carbono”, justificadas bajo el argumento de proveer información a los consumidores. Estas prácticas se han extendido en los últimos años, y si bien aún se encuentran en estado embrionario, en algunas áreas (como los requisitos de sustentabilidad para los biocombustibles) se han vuelto condiciones necesarias para participar del rápido crecimiento del comercio mundial de esos productos.

 

El conjunto de medidas heterogéneas que probablemente acompañe a un régimen descentralizado de cambio climático tiene un alto potencial de conflicto con algunas reglas del sistema de comercio internacional, como la no discriminación, la no afectación de los intereses de otras partes o el no uso de medidas de política comercial con objetivos de protección. Un acuerdo global de cambio climático no habría eliminado todos los conflictos potenciales entre ambos regímenes, pero los habría encuadrado dentro de un conjunto normativo. Un régimen descentralizado, en cambio, magnifica los riesgos de colisión. Entretanto, las dificultades para concluir la Ronda Doha (con una agenda trabada en torno a temas importantes, pero que pertenecen a otra “era geológica” de las relaciones económicas internacionales), es un testimonio elocuente de las dificultades de responder a la “demanda de coordinación” que plantea una economía global con una “oferta” a la altura del desafío.

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