La Argentina y su trilema estructural

2016José María Fanelli

28/06/2016  Por: José Fanelli (CEDES)

El Banco Central anunció hace unas semanas que pretende establecer el año que viene un régimen de metas de inflación, suponemos que del estilo de los que existen en otros países de la región. Este mes se dio un gran paso en función de ese objetivo: el INDEC comenzó a publicar el nuevo índice de inflación. Sería algo bizarro establecer metas para un indicador inexistente.

Pero junto con ese gran paso vino una mala noticia: la inflación de mayo fue de 4.2% mensual. Una cifra desalentadora ya que la tarea de construir el nuevo régimen será más fácil cuanto más baja sea la inflación. Hay dos razones básicas. La primera es que la volatilidad de los precios relativos es mayor cuanto más alta es la inflación. Podría ocurrir, en consecuencia, que la estabilización de la inflación con el nuevo régimen se produjera con un conjunto de precios relativos que no fuera el adecuado. En particular, la implementación del régimen podría empezar con un tipo de cambio real que no fuera suficientemente competitivo o con subsidios a las tarifas aún muy altos. Esta amenaza está lejos de ser teórica si se observa que los precios minoristas están subiendo más que los mayoristas y el dólar está bastante "planchado". La segunda razón es que la volatilidad de las expectativas es también mayor si la inflación es alta y, por lo tanto, se hace más difícil encuadrar esas expectativas dentro de los límites fijados por las metas. Más allá de esto, un obstáculo adicional aparecería si no se cumpliera con las metas fiscales que fueron ya explicitadas. Esa situación obligaría a recurrir al financiamiento en los mercados de capital o a una reducción más suave de la emisión monetaria con origen en las necesidades fiscales.

En la literatura macroeconómica es conocido que no se puede al mismo fijar el tipo de cambio nominal, contar con una política monetaria autónoma y mantener la libre movilidad de capitales. Por ello, al diseñar un régimen monetario hay que tener en cuenta que sólo pueden elegirse dos de esas opciones. Así, elegir un régimen de metas de inflación en una economía abierta a los flujos de capital –como es el caso de varios países de la región incluyendo el nuestro– implica renunciar a administrar el tipo de cambio nominal de forma de contar con la política monetaria como instrumento para alcanzar la meta de inflación prevista. Es importante subrayar que un país que elige esta opción no debería, en principio, intervenir en el mercado de cambios con el objetivo de corregir desvíos en el tipo de cambio real. La política monetaria no se puede utilizar para cumplir con dos objetivos al mismo tiempo.

De lo anterior surge que si el tipo de cambio real que resulta de la flotación no es el adecuado, no se puede usar la política monetaria para influirlo. Y es un problema. Prácticamente todo el mundo acepta hoy que en economías como las nuestras los movimientos de capital son pro-cíclicos lo que puede reflejarse en un tipo de cambio "incorrecto" sobre todo en la parte ascendente del ciclo. También la enfermedad holandesa puede ser un problema, dada la especialización en recursos naturales. En otras palabras, con estos rasgos estructurales en la economía es difícil evitar la intervención en el mercado de cambios para influir el tipo de cambio real y ello genera conflicto de objetivos entre el tipo de cambio real y la inflación. No hay países en la región con un régimen de metas de inflación que hayan podido evitar la intervención, sobre todo para suavizar los movimientos de capital. ¿Evidencia empírica? Observar cómo evolucionaron las reservas internacionales.  

Hay una segunda dimensión estructural a recordar al discutir el trilema. Para que un país esté en condiciones de elegir qué régimen monetario desea sus cuentas fiscales deben estar en orden. Si no lo están la política monetaria se hace menos creíble y difícil de manejar sólo en función de las metas de inflación. Esto es clave pues no está claro aún que las autoridades estarán en condiciones de ordenar las cuentas fiscales.  

Una primera amenaza que genera un déficit muy alto es la dominancia fiscal, que es lo que vino ocurriendo en los últimos años. Si se da esta situación, las autoridades monetarias no contarán con la posibilidad de decidir la política monetaria pues es la tesorería la que decide el nivel de emisión en función del déficit. Por ejemplo, el Banco Central ha estado muy activo fijando las tasas de interés. Llegó a ponerlas en 38% y ahora las está bajando. Podría parecer que la dominancia fiscal desapareció. Sin embargo esto no es así. Antes de decidir su política monetaria para 2016, el Banco Central tuvo que negociar con la tesorería cuál sería el nivel de emisión con origen fiscal en 2016 y el acuerdo se cerró en 160.000 millones de pesos. Si las autoridades no lograran cumplir con las metas fiscales está siempre latente la posibilidad de tener que recurrir a más emisión.

Por supuesto, la tesorería podría endeudarse en el mercado doméstico o en el internacional. Para contar con esa alternativa es que el gobierno ha estado haciendo muy necesarios esfuerzos para mejorar la imagen del país, negoció con los holdouts, etc. Pero aún así, si el déficit sigue alto –incluso el 4.8% es todavía alto– ello necesariamente va a complicar a la política monetaria. Supongamos que el gobierno coloca deuda en el mercado doméstico. La consecuencia sería un incremento sustancial en las tasas de interés. Si en tal contexto hubiese que incrementar las tasas porque la inflación se va de la meta, los efectos sobre el nivel de actividad se potenciarían. Para ejemplificar esta situación basta un botón, pero es un botón grande. Es lo que  le viene ocurriendo a Brasil: tiene tasas reales muy altas, recesión y, a pesar de ello, la inflación está muy fuera de la meta. Hay que notar, además, que la recesión es una recesión "mala". El gasto privado en consumo e inversión tiene que caer para hacer lugar al gasto público que permanece alto. En la Argentina ocurre lo mismo. El gasto público absorbe más del 40% del PBI y, además, su productividad es muy baja.

Claramente, el impacto sobre las tasas de interés sería mucho menor con endeudamiento externo que con endeudamiento local. Asimismo, como el resto del mundo sería el que financie el exceso de gasto nacional, el sector privado doméstico debería ajustar menos y serían menores los efectos recesivos. Pero habría dos problemas. El primero es que se estaría generando deuda para seguir financiando un sector público cuyo gasto aún reproduciría –en el caso de la Argentina actual– buena parte de las malas decisiones del gobierno anterior. El segundo es que la presión sobre el tipo de cambio real sería considerable. Imaginemos el 2017, por ejemplo. Podría haber financiamiento externo para el sector público, entrada de dólares, un dólar nominal quieto y un banco central tranquilo porque el dólar nominal quieto ayudaría mantener la inflación contenida. El único motor muy activo para la inflación serían los bienes no transables. Sería un mundo políticamente agradable para el oficialismo en un año electoral. Pero muy desagradable para la competitividad. Sobre todo para el desarrollo de nuevos sectores competitivos, diferentes de la soja y alguna que otra cosa más. Obviamente, como esta situación depende del financiamiento externo, su duración sería igual a lo que dure la voluntad de prestarnos del resto del mundo. Se parecería bastante a lo que vivió Brasil durante varios años durante los períodos de Lula y parte de los de Dilma (hasta la crisis), cuando recibió ingentes cantidades de financiamiento externo e inversión directa. Allí el sector público no se endeudó en el exterior pero no hubo desplazamiento del sector privado porque éste pudo endeudarse internacionalmente. Mientras duró la entrada de capitales el real se apreció. Cuando la bonanza terminó, sobrevinieron los problemas porque durante esa bonanza el sector público lejos estuvo de poner las cuentas en orden o de aumentar su productividad en la provisión de bienes públicos. Además las exportaciones se primarizaron por el atraso cambiario.

En definitiva, lo que deseamos remarcar es que reducir el déficit hasta niveles bajos es una condición necesaria para implementar cualquier régimen monetario que tenga chances de ser creíble y durar. La opción de apoyarse excesivamente en financiamiento externo sería muy riesgosopara la competitividad. Y no sólo por el tipo de cambio. Además implicaría financiar un sector público que consume una cantidad de recursos que está muy lejos de reflejarse en los bienes públicos que produce y ello destruye la competitividad sistémica. De hecho, en muchos casos la productividad del sector público no sólo es baja sino que es negativa como, por ejemplo, en el caso en que los jueces cobran salarios exorbitantes para proteger corruptos y narcotraficantes. Ninguna economía puede asignar más del 40% a un sector improductivo y crecer razonablemente rápido, que es la única forma de generar empleos para reducir la pobreza.

De lo anterior surge que el sector público y el déficit que hoy observamos deberían achicarse y que es necesario contar con instrumentos para proteger el tipo de cambio real para no desalentar el nacimiento y el desarrollo de sectores transables. Moverse en esta dirección estaba en la agenda del oficialismo. Sin embargo, a poco de tratar de implementarla el ritmo se ha hecho más lento y en algunos casos se nota cierto retroceso. Los ejemplos más evidentes: la reducción de subsidios a las tarifas se aplazó hasta al menos el año entrante; el tipo de cambio real se ha apreciado luego de los avances del primer trimestre y la política fiscal ha tomado un sesgo bastante expansivo.

El motivo principal de la ralentización fue que el efecto ingreso de la devaluación y la eliminación de subsidios fue muy fuerte. Como consecuencia de los cambios en los precios relativos los salarios reales cayeron, se resintieron los ingresos no salariales de los segmentos pobres (como las transferencias del Estado) y cayó la tasa de beneficio de los sectores no transables. En este contexto, se incrementó la pobreza, aumentó la probabilidad de ser despedido y el gasto agregado se resintió dando lugar a fuerzas recesivas. Ante esta situación, las autoridades seguramente percibieron que el segundo semestre lejos estaría de mostrar el esperado escenario de reducción de la inflación con aparición de los primeros brotes verdes. No había, por supuesto, lugar para el optimismo en el año electoral de 2017. Tampoco lo había para ganar suficiente espacio en el Congreso para continuar con la implementación de la agenda que la nueva administración tenía proyectada y que no sólo se refería, obviamente, a la economía. Ante tal panorama en lo político, no sorprende que se haya decidido hacer aún más gradual el proceso de ajuste. Tiene sentido ajustar más lento para asegurarse un mínimo de espacio político.

Dada esta situación, los economistas de orientación más ortodoxa le están recomendando al gobierno mayor "coraje" para ajustar las cuentas públicas mientras otros están preocupados por la competitividad y recomiendan no dejar que el tipo de cambio real se aprecie. Hemos argumentado en favor de ambas cosas. Sin embargo no es esto todo. Hay que incluir las restricciones de economía política. Esto es, las restricciones asociadas al hecho de que los programas que combinan ajuste con cambio estructural generan ganadores y perdedores y, aún cuando la sociedad "en promedio" salga ganando con los cambios, los que pierden –si tienen capacidad de acción colectiva– tratan de bloquear esos cambios. Podría pensarse que, aún así, hay que tener "coraje" para avanzar contra esos intereses "durante la luna de miel". Pero aquí hay que considerar dos puntos.

El primero es que el oficialismo no tiene poder suficiente en el Congreso para pasar reformas sin negociar y con ajustes fuertes de precios relativos sería difícil que la representación en el Congreso mejore en 2017. El segundo es que en la Argentina de hoy, para la mayor parte del arco político –incluyendo el oficialismo–, un ajuste que implique "empujar" debajo de la línea de pobreza a una cantidad bastante mayor de argentinos es ilegítimo. En este sentido, el gobierno está constatando lo que otros gobiernos constataron antes: proteger la competitividad y corregir los excesos públicos es una agenda muy difícil de implementar en una sociedad donde un tercio de la población es pobre y una buena proporción está cerca de la línea de pobreza, de forma que una caída fuerte en los ingresos puede resultar en incrementos sustanciales en la cantidad de pobres.

Los beneficios de la devaluación son a mediano plazo. En el corto plazo, la devaluación induce una traslación de ingresos desde la ciudad al campo que puede ser políticamente muy negativa. Y es fácil darse cuenta de por qué. En las ciudades están los servicios no transables. Por lo tanto, una devaluación perjudica al sector urbano donde hay muchas más personas que votan que en el campo y en algunas economías regionales que resultan favorecidas. A más largo plazo, un tipo de cambio real alto puede favorecer fuertemente a sectores industriales exportadores y que sustituyen importaciones así como la exportación de servicios, todas actividades urbanas. También resultarían favorecidos los sectores urbanos con un Estado que deja de subsidiar a quienes no lo necesitan y deviene más eficiente en educación, salud o infraestructura. Por otra parte, un Estado que produzca bienes públicos eficientes mejora sensiblemente la competitividad sistémica. Pero se necesita tiempo y la restricción de economía política es cruel: se vota cada dos años y en la ciudad hay más gente que vota que en el campo.          

Es justamente en este contexto que puede ser útil hacer referencia a lo que llamaremos el trilema estructural de la economía argentina. Este trilema precede al que hemos mencionado anteriormente en el sentido de que la política económica debe resolverlo antes de poder ocuparse del otro trilema.

Hemos denominado estructural a este trilema porque surge de los siguientes tres hechos estilizados de la estructura de nuestro país.

  1. El Estado es grande comparado con otros países de igual ingreso per cápita –por lo que quedan menos recursos para el sector privado– pero no está en condiciones de producir bienes públicos que estén en consonancia ni en cantidad ni en calidad.
  2. Un tercio de la población es pobre y la distribución del ingreso es mala, de forma que hay muchas personas que sin llegar a ser pobres se encuentran muy cerca de la línea de pobreza.
  3. El sector más competitivo es la agricultura y sólo la soja está en condiciones de generar un superávit de divisas  estructural de tamaño suficiente como para financiar el déficit estructural de la industria y, hasta cierto punto, puede hacerlo aún si el tipo de cambio real se atrasa.

El trilema estructural dice que, bajo estas condiciones, no se puede al mismo tiempo implementar políticas fiscales consistentes, políticas para reducir la pobreza y políticas para incrementar la competitividad.  A lo sumo se pueden implementar dos de esas políticas o una combinación que implique ceder en los objetivos de cada una.

Podemos ejemplificar con lo ocurrido desde la crisis de 2001. En el período inmediatamente posterior a la crisis, Duhalde logró mejorar las cuentas fiscales y mejorar la competitividad de manera sustancial vía devaluación pero al costo de incrementar la pobreza hasta puntos nunca vistos antes al tiempo que la distribución del ingreso empeoraba. Nunca volvió la economía a ser la misma desde el punto de vista distributivo. En cambio, el gobierno kirchnerista en su mejor momento, digamos entre 2003 y 2007, mantuvo el equilibrio fiscal  y logró reducir la pobreza, pero al costo de erosionar fuertemente la competitividad ya que en gran medida las cuentas fiscales se mantuvieron bajo control sobre la base de incrementos de la presión tributaria que incluían retenciones al sector exportador y un bajo gasto en inversión pública en infraestructura que empeoraron la competitividad sistémica. La etapa del cepo ni siquiera llegó a tener el problema del trilema: desequilibró el sector público, erosionó la competitividad y aumentó la pobreza, todo al mismo tiempo. Y no sorprende a la vista de los niveles de corrupción y de falta de profesionalismo que fueron la marca de esa época.

El gobierno actual eligió priorizar la búsqueda del equilibrio fiscal y la mejora en la competitividad pero a poco de andar redujo fuertemente la velocidad ante los efectos que se observaron sobre los sectores más vulnerables. Como hemos dicho, probablemente ello se debió a restricciones de economía política o, directamente, porque el oficialismo consideraba los efectos sobre la pobreza inaceptables. 

En el marco del trilema, también sería concebible un gobierno que eligiera sesgar los precios relativos en favor de los sectores transables y, para compensar los efectos sobre la pobreza, hiciera significativas transferencias a los pobres y a los sectores cercanos a la línea de pobreza. El costo sería sacrificar objetivos fiscales que se considerara óptimo alcanzar. O, alternativamente, avanzar menos en competitividad y buscar una combinación entre ajuste fiscal y corrección de la competitividad que no afectara la lucha contra la pobreza y no recayera tanto sobre el equilibrio fiscal. Nunca se implementó este tipo de combinación del trilema y es por ello que en nuestro país se considera  erróneamente que la estabilización macroeconómica necesariamente debe afectar a los sectores menos pudientes. Una combinación de este tipo es, probablemente, la que tendría mayores probabilidades de éxito en términos de superar las restricciones políticas.

Como se ve, el panorama que plantea el trilema estructural es bastante complejo. Elegir sacrificar la competitividad es económicamente suicida. En un mundo globalizado  no es una opción. Elegir ignorar la pobreza y el desempleo es políticamente suicida. Ningún gobierno democrático puede hacer la vista gorda si desea preservar la gobernabilidad pues, como se dijo, la mayor parte de la gente que vota vive en zonas urbanas y tiene ingresos bajos debido a la mala distribución. Además, no se puede aumentar a buen paso la productividad de la economía si  un tercio de la población no cuenta con suficiente capital humano. Por último, elegir ignorar el equilibrio fiscal es suicida. Se deja la economía librada o bien a la inflación o bien al sobreendeudamiento. Dos males que han sido endémicos de nuestra economía y nos han llevado al atraso y la pobreza.

Ahora bien, si ningún objetivo se puede sacrificar pero al objetivo de reducir la pobreza no se puede renunciar porque se lo considera políticamente ilegítimo, el único camino es elegir alguna combinación de objetivos entre equilibrio fiscal y competitividad que, si bien no es la que se desearía en términos de velocidad para llegar a la meta, permite avanzar en relación con ambos. Se trataría de lo que podría caratularse como un gradualismo activo. Sería activo en el sentido de que trataría algo obsesivamente de ir reduciendo las restricciones de competitividad y fiscal al máximo ritmo que lo permitiera la restricción política. Un gradualismo activo iría, no obstante, ganando grados de libertad a medida que pasara el tiempo y las restricciones estructurales se fueran aflojando. Por ejemplo, si la pobreza cae más rápido, hay recursos públicos que se liberan y se pueden usar para producir bienes públicos o para reducir la presión tributaria. Por otro lado, la competitividad podría ir aumentando paulatinamente gracias al incremento de la productividad y sin depender tanto del tipo de cambio real. Una economía en la que el salario real y el empleo pueden crecer de manera sostenida y genuina es una en la cual la pobreza cae sin ayuda del Estado.   

El gradualismo supone aceptar un avance más lento en relación con la reducción del déficit fiscal, la promoción de la productividad y, probablemente, la inflación. En la Argentina de hoy este tipo de gradualismo sería posible sin desestabilizar la macroeconomía en la medida que hubiese financiamiento externo para el sector público, alguna repatriación del ahorro de los argentinos e inversión extranjera directa. Empezar con la implementación de un régimen de metas de inflación ayudaría, además, para que la inflación ceda.

Un problema muy relevante de todo gradualismo, no obstante, es que si eventualmente la estrategia tiene un cierto éxito y el gobierno se fortalece políticamente, al oficialismo de turno suele resultarle muy difícil resistir la tentación de cantar victoria y olvidarse de las reformas del sector público y de la competitividad. Esto es, es difícil resistir la tentación de olvidarse de la parte activa. Probablemente el error que más veces cometió nuestro país fue el de cantar victoria de manera temprana en el contexto de un tipo de cambio real en descenso y financiamiento externo abundante. 

Es más o menos simple entender, en síntesis, por qué las restricciones de economía política están hoy llevando al gobierno a elegir el gradualismo. Para saber si ese gradualismo será o no activo habrá que esperar y ver. Y lo que hay que ver son dos cuestiones básicas: cómo evoluciona el tipo de cambio real y cómo se manejan el nivel y la asignación del gasto público y de la presión tributaria.